Homilía para el Domingo Trigésimo Tercero (C)
14 Noviembre 2010
Lectura: Mal 3,19-20b
Evangelio: Lc 21,5-19
Autor: P. Heribert Graab S.J.
Esta homilía tiene también un resumen meditativo.
¡Verdaderamente el “fin del mundo” se declara como algo que no interesa!
Para los 21 jóvenes, que perecieron en Duisburg
en el Love-Parade, su propio “fin del mundo”
fue el caos “en el túnel”.
Y también los muertos de todos los tsunamis,
de los terremotos y no menos los de los atentados suicidas experimentan en estas catástrofes
el “fin del mundo”.
Incluso para aquellos que, casi inadvertidamente, sufren un infarto mortal, es ciertamente esto su
“fin del mundo”.

Esta constatación insinúa la reflexión sobre hasta qué punto la diferenciación entre el “fin de este mundo” personal y un total hundimiento del mundo está lleno de sentido.

¿Esta diferenciación no es debida sobre todo a la dudosa aceptación de que la “vida eterna”,
en la que nosotros, como creyentes cristianos, esperamos, continúa así también “después” de la muerte: a lo largo de los carriles del tiempo, hasta el infinito?

Si la “vida eterna” es verdaderamente una “supervivencia después de la muerte”,
por consiguiente, una supervivencia en la “infinitud del tiempo”, entonces se propone la pregunta:
¿Qué pasa con el tiempo entre la muerte individual
y el “Juicio Final” al final de todo el mundo?
Bajo el influjo de un dualismo helenístico, los cristianos hemos respondido durante largo tiempo
a esta cuestión así:
El cuerpo del ser humano “se descompone”,
por consiguiente, vuelve a la “tierra, de donde salió”.
Pero, el alma “inmortal” cae en un estado intermedio entre la vida terrena aquí y la vida eterna en Dios,
por consiguiente, un período de transición que le sirve al mismo tiempo de purificación.
La “vida eterna” en Dios comienza con la resurrección de los muertos para el Juicio Final.
La resurrección forma de nuevo una unidad con el cuerpo y el alma.

En este estado de cosas, resulta problemática la equiparación de “tiempo infinito” y “eternidad”,
como también la dualista separación entre cuerpo y alma.

Ahora el espacio y el tiempo son dimensiones de nuestra vida terrena.
La realidad de Dios, por el contrario, está más allá del espacio y del tiempo.
Nosotros denominamos esta realidad divina “eternidad”.
Pero esta “eternidad de Dios” es algo fundamentalmente diferente de nuestra realidad terrena, que se “extiende” en el espacio y el tiempo.
La realidad de Dios se sustrae también radicalmente
a nuestro poder imaginativo,
que está totalmente unido al espacio y al tiempo.

La cuestión sobre una posible “infinitud” del espacio y del tiempo es una cuestión de las ciencias naturales y de la filosofía natural.
Por el contrario, la cuestión sobre la “eternidad”
es una cuestión de la teología.

Nosotros esperamos, como creyentes cristianos,
la resurrección de los muertos y la vida eterna.
Jesucristo es el primer resucitado de los muertos y acogido en la gloria de Dios, en Su “eternidad”.
Mediante Él, también a nosotros se nos promete una nueva y eterna Vida,
por consiguiente, algo muy diferente a la inmortalidad en un tiempo infinito.

La Biblia además, tiene una imagen totalitaria del ser humano y no conoce la separación dualista de alma y cuerpo.
Conforme a esto, la promesa trata también de la vida eterna para todo el ser humano y no sólo para su alma.
La Iglesia celebra la resurrección del ser humano completo, ejemplarizada en la aceptación total de María en el cielo.

Con este fondo ahora se insinúa la posibilidad de ver también nuestra propia muerte y nuestra resurrección con otros ojos:

Entonces nuestra muerte sería verdaderamente el final de la vida del más acá
en el espacio y el tiempo.
Verdaderamente no habría ningún “después”
porque el tiempo se ha extinguido.
Sólo podrían hablar de un “después”,
los que aún viven en este tiempo.
Pero los muertos en su muerte dan, por así decirlo,
un “salto” a una vida totalmente nueva,
en una vida liberada de espacio y de tiempo,
en una vida “eterna” con Jesucristo en Dios.
   
Cada  muerte aniquila el tiempo.
Por consiguiente, en la muerte se hace presente
el “Juicio Final”.
En la muerte de cada persona acaece la promesa
del profeta Malaquías:
“Todos los malvados y perversos se convertirán en paja y llegará el día, que los quemará…
Pero para vosotros, que honráis mi Nombre,
saldrá el sol de justicia y sus alas llevan la salvación.”

Por consiguiente, el juicio particular y el “Juicio Final” coinciden.
La confrontación con la gloria de Dios, con Su luz, aniquila posiblemente lo que aún se rebela.
Pero, sobre todo, plenifica y salva el fuego del Amor de Dios a todos los que en esa confrontación
“se postran y adoran”.

Observen ustedes que nuestra lengua cae en balbuceos, porque nosotros siempre sólo percibimos la muerte de un ser humano desde el lado vuelto hacia nosotros de la realidad terrenal.
La otra parte está del otro lado del mundo
que no es familiar a nosotros.
Aquí nos faltan conceptos.

¿Qué consecuencias resultan de todo esto
para nosotros muy personal y concreto?

1.    No tenemos que entender nuestra muerte como una “puerta obscura” en un futuro alarmante. Más bien comienza en la muerte aquella nueva vida en la eternidad de Dios, que el mensaje bíblico anuncia lleno de alegría.

2.    Lo que para nosotros es inimaginable, es realidad en Dios: Justicia y amor forman una unidad. En Su infinito Amor, Dios se ha hecho ser humano. En su Muerte y Resurrección, Él ha vencido “el pecado y la muerte”; por consiguiente, Él ha vencido la mortífera injusticia de este mundo.

3.    Por consiguiente, debemos confiar en que el Amor de Dios, también a nosotros nos lleve a través de la obscuridad de la muerte a una comunión definitivamente dichosa con Él.

4.    Incluso debemos confiar en que el amor de Dios pueda transformar nuestra lejanía de Dios en cercanía: nuestra increencia en un “sí” en reverente adoración, nuestra culpa en un nuevo comienzo reconciliado.

5.    Pero deberíamos también reflexionar sobre esto: Cuanto más vivamos aquí en comunión con Dios, tanto mayor será nuestra alegría al verle como Él es. (1 Jn 3,2). Pero si nuestra vida aquí está más o menos marcada por el egoísmo y la falta de amor, la fuerza transformadora del amor de Dios podría convertirse en la muerte también en una experiencia absolutamente dolorosa.

Amén