Homilía para el Domingo vigésimo octavo del ciclo litúrgico C
14 Octubre 2007
Lectura: 2Re 5,14-17
Evangelio: Lc 17,11-19
Autor: P. Heribert Graab S.J.
Los críticos de la religión afirman con frecuencia
que la religión está “enferma” o “hace enfermar”.
Aún cuando esta afirmación generalizada
esté expuesta con la exigencia
del método científico es una imputación irreflexiva
o incluso malévola.

Admitido: la religión – también la religión cristiana –
puede en el caso particular concreto mostrar síntomas de enfermedad.
La fe cristiana y la Iglesia cristiana
- y sólo quisiera decir lo siguiente -
no tienen sólo una parte divina
sino también una parte humana.
Y ésta es naturalmente susceptible de enfermedad.
Pero el diagnóstico tiene que estar apoyado con razones en cada caso particular.
Por ejemplo, esto es posible en referencia
a las persecuciones de brujas.
Éstas tienen sus raíces en otras conexiones,
pero han formado llagas horribles en el cuerpo de las Iglesias cristianas.
Admitido también que una fe fallida
y una educación en la Iglesia contradictoria
con el Evangelio de Jesucristo,
la mayor parte de las veces muy estricta y temerosa,
puede hacer enfermar.
Se habla de neurosis “eclesiogénicas”,
la mayor parte de ellas son padecimientos psíquicos.
Pero también aquí en el fondo
conducen a diagnósticos de pareceres demasiado diferentes.

Como queda dicho:
A la vista del cristianismo,
religión “enferma” o que “pone enfermo”
es el resultado de una alienación del mensaje
de Jesucristo.

El mensaje de Jesucristo, la fe cristiana y la comunidad de creyentes en la Iglesia
tienen, por el contrario, por su esencia y desde su autocomprensión,
carácter salvífico.

Ya el nombre de Jesús (Jeschua) significa “salvación” y pone, por así decirlo, Su Persona y Su misión “en su punto”.
Así envió Jesús a los Doce “y les dio fuerza y autoridad para expulsar demonios y curar a los enfermos. Los envió a anunciar el Reino de Dios
y a curar.” (Lc 9,1-2).
En el envío de los Setenta y Dos suena Su misión:
“Curad a los enfermos... y decid a las gentes:
El Reino de Dios está cerca de vosotros.” (Lc 10,1).
¡De esta misión no se puede dispensar a la Iglesia hasta el día de hoy!

Este envío corresponde totalmente a la propia praxis existencial de Jesús.
Hoy hemos escuchado en el Evangelio una de
Sus muchas curaciones de enfermedades.
Ciertamente la curación de los leprosos deja claro que Jesús no trata sólo de la convalecencia corporal.
Esta curación tiene también un carácter social:
Re-integra a los afectados a la sociedad.

Podemos conseguir de la Lectura de este día
otro conocimiento:
Jesús manifiesta con Su vida y con Su mensaje
al Dios de Israel que cura –
y como Él, Jesús trata también de la curación completa,
para el alma y para el cuerpo,
para el individuo y para la sociedad,
para el ser humano de cualquier origen nacional o social.

La suma de este mensaje de curación completa es la idea central del “Reino de Dios”, es decir, de la “soberanía de Dios”.
El mensaje del “Reino de Dios” tiene una dimensión futura,
en tanto que se abre a la curación definitiva.
Pero tiene también una dimensión presente:
Se puede experimentar concretamente:
* en el actuar, en el vivir y en el morir de Jesús,
* y especialmente en Su curación,
* en Sus hechos poderosos,
* en Su palabra liberadora,
* en Su aceptación de las personas,
que son pobres, enfermas, marginadas y también están enredadas en la culpa.

El actuar curativo de Jesús sólo se puede entender, en el sentido del Evangelio, desde la Pascua:
* Es resultado y expresión de Su definitiva declaración de guerra contra los poderes de la muerte,
* es resultado y expresión de Su irrevocable victoria sobre la muerte.

¿Cómo se realiza la curación,
cómo se realiza en general la salvación?
Seguramente no, cuando nosotros entendemos mal esta palabra en el sentido de que lo que importa
es creer en la posibilidad de los milagros,
por consiguiente finalmente creer en la propia fe.
No depende de nuestro “mérito de creer”.
Procede más bien de una fe regalada últimamente, que significa confiar sin apoyo,
confiar sin reservas en Jesucristo
y que en Él, Dios mismo actúa
y por ello que Dios ama la vida, también mi vida – como también siempre: “¡Hágase Tu voluntad”!
Depende de una confianza,
que está profundamente convencida:
Dios me ama,
y yo sólo puedo responder a Su amor,
abriéndome al amor por Él.

Considerando una fe comprendida así, probablemente toda nuestra fe –como la de los discípulos– es una “fe apocada”.
Quizás por este motivo hacemos pocas veces
la experiencia de que la verdadera fe según las palabras de Jesús puede “mover montañas” y seguramente y también puede “curar”.

La fe de la Iglesia – seguramente también demasiado a menudo la “fe apocada” –
se articula de forma variada en oraciones, bendiciones, signos sacramentales y ritos litúrgicos.
Esto plantea la cuestión
de cómo se diferencia una fe expresada así
de la magia.
En la magia se trata de poner al servicio del ser humano mediante ciertas prácticas para apoderarse de ellas, fuerzas sobrehumanas e influjos,
que están activos en el cosmos.

A primera vista es notorio,
que la curación de los leprosos por medio de Jesús
no tiene en absoluto nada que ver con tales prácticas.
Jesús dice sencillamente: “¡Id y mostraos a los sacerdotes!”
Y mientras iban quedaron limpios.
Más sobriamente ya no puede suceder.
Uno de los curados volvió para darle gracias a Jesús.
Pero Éste le remite sencillamente al Autor de toda curación, a Dios, que es el único digno de adoración.
Con semejante sobriedad se relatan
otras historias de curaciones.
La primitiva Iglesia de los Apóstoles se manifestaba ya vehementemente contra todas las prácticas mágicas.
Pablo incluso mandó quemar una gran cantidad de literatura mágica ante la vista de todos (Hch 19,19).
Se menciona expresamente en Hechos de los Apóstoles que esto era una “diversión cara”.

En época posterior podemos recordar la acción mágica en fórmulas de oración y ritos.
Sin embargo en esto hay una diferencia fundamental:
En la oración, bendición y sacramentos se trata del encuentro personal entre la curación, que regala Dios, y el ser humano creyente que se abre.

Pero notoriamente parece estar enraizado profundamente en el ser humano el deseo fundamental mágico de hacer servibles las misteriosas fuerzas divinas, de adueñarse de ellas.
De este modo, superstición y magia se convierten en tentación para muchos cristianos.
Por eso la fe cristiana está amenazada o incluso destruida en su substancia.
Esta amenaza exige un “discernimiento de espíritus” y una permanente autopurificación del pensar y el actuar supersticioso.

Quizás como conclusión debiéramos tomar una frase de Pablo de esta semana:
“Por ahora permanecen fe, esperanza y amor, éstos tres;
pero el más importante entre ellos es el amor” – (1Cor 13,13)
aquel amor que es una respuesta creyente llena de confianza al amor de Dios hacia nosotros,
aquel amor que nosotros mismos podríamos continuar regalando,
aquel amor que verdaderamente puede curar.

Amén