Homilía para el Domingo Vigésimo
del ciclo litúrgico (C)
19 Agosto 2007

Evangelio: Lc, 12, 49 – 53
Autor: P. Heribert Graab SJ
Como cristiano en nuestras latitudes
cada vez doy más raramente con una negativa clara;
por el contrario, cada vez con más frecuencia
doy con una liberalidad interesada:

“¿Eres cristiano? ¿Incluso cristiano católico?
¡Esto es interesante!
Yo no sé mucho de vuestra fe,
pero un diálogo contigo seguramente podría ser sugestivo.
Quizás incluso haya puntos de contacto para un trabajo en común.”

Me alegro en general de una franqueza tan abierta.
A la vista del Evangelio de hoy también puedo entrar en cavilaciones:
Estas palabras de Jesús provocan.
Y con una mirada más exacta verdaderamente
todo el Evangelio es una provocación.

¿Podría ser que yo mismo y la mayor parte de nosotros como cristianos nos hayamos convertido
en demasiado liberales, demasiado abiertos, demasiado “comprensivos”, demasiado descomprometidos,
que hayamos aceptado demasiado que cada uno quiera llegar a ser bienaventurado a su manera?

Hablamos con gusto de que Jesucristo
ha venido a traer la paz a este mundo, que Él
se dirige a todas las personas sin excepción
y que Su primer y último deseo es el amor.

Esta mentalidad de “paz – alegría – pasteles” que se extiende ampliamente entre los cristianos ahora es cepillada por el Evangelio de hoy a contrapelo:
“Yo he venido a traer fuego a la tierra...
¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra?
No. ¡Yo os digo que no he venido a traer paz sino división!”

¡El Evangelio de Jesucristo contiene explosivo! Arrojar fuego a la tierra – esto significa puff!
Los primeros cristianos han experimentado esto existencialmente:
su decisión por este Cristo
trajo división en sus familias,
en su antiguo círculo de amigos,
en su comunidad de vecinos
y más tarde en todos los pueblos.

Ciertamente Jesús no quería provocar enemistad y violencia –
por el contrario:
“Pero Yo os digo: No resistáis al mal; antes bien,
al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra.” (Mt 5,39)

Pero Jesús trataba de posiciones claras,
de decisión en Su seguimiento;
de claras y prácticas consecuencias
en la vida diaria.
También hoy se trata descomprometidamente del Reino de Dios, que ha comenzado definitivamente
y por el cual nosotros debemos estar en  pie e incluso presentar la cabeza,
como Él hizo.

Nadie Le hubiera llevado a la Cruz
por ideas interesantes,
por una concepción del mundo “ parcheada”
por una dualidad sin consecuencias.
Por esto tampoco se hubiera convertido en mártir
ningún cristiano en ninguna época.

“¡Yo he venido a arrojar fuego sobre la tierra!”
¡Esto vale también para hoy!
Jesucristo también quiere hoy despertar el fuego del entusiasmo en los jóvenes y en todos nosotros.
Pero: entusiasmo ¿¿¿para qué???
Ésta era la cuestión entonces.
Ésta es la cuestión hoy.

Entonces como hoy, había y hay el intento de las gentes, que invocan a Jesucristo,
de despertar entusiasmo por las propias ideas e ideologías.
Entonces había sobre todo ideologías de liberación política,
para las que algunos de Sus discípulos en particular–
Judas por ejemplo –
querían instrumentalizar el mensaje de Jesús.
También la historia de la Iglesia está llena de intentos de instrumentalización semejantes.
Y tampoco hoy está en absoluto clara en los comunicados eclesiales, la frontera entre el deseo esencial del Reino de Dios anunciado por Jesucristo
y las representaciones humanas y demasiado humanas de él.

“¡Yo he venido a arrojar fuego sobre la tierra!”
Verdaderamente problemática es, por regla general, esta palabra de Jesús,
cuando los hombres en nombre de Jesús empiezan
a “jugar con fuego” –
y esto no sólo cuando se encienden las hogueras
sino cuando los predicadores describen el fuego del infierno,
o cuando los cargos elevados de la Iglesia arrancan
“la cizaña del trigo” y quieren quemarla “en el fuego de la enseñanza pura”.

Cuando se trata de aquel fuego que Jesús quiere arrojar sobre la tierra,
se trata en primer lugar de aquel fuego
que Él también quisiera a nuestra espalda,
de aquel fuego que nos depurase como oro
a nosotros mismos y a nuestras ideas más queridas de todas las escorias egoístas y egocéntricas.
En primer lugar se trata de aquel fuego,
que nos funde a nosotros mismos como oro líquido
para que pueda ser acuñado en la forma de Jesucristo.
El fuego de Jesucristo debe ponernos en primer lugar en movimiento,
para que nos despidamos continuamente de las ideas y costumbres queridas y nos extendamos según el Reino de Dios –
en nosotros mismos y en nuestra época.

Amén