Predigt Homilía para el Domingo Décimo
del ciclo litúrgico
10 Junio 2007

Lectura: 1 Re 17,17-24
Evangelio: Lc 7,11-17
Un doble Bautismo en el marco de la Misa dominical.
En la Lectura y en el Evangelio de este domingo
se trata de la vida y de la muerte –
y esto no sólo “en general”.
Se trata más bien de dos “casos” muy concretos de la vida diaria, de casos en los que la muerte se muestra en una de sus formas más conmovedoras:
Se trata de la muerte de dos jóvenes,
ambos hijos únicos de sus madres.
Y éstas son además viudas.
Es ya suficientemente adverso
que una madre pierda a su hijo.
Pero estas dos mujeres además están totalmente solas.
En aquellos tiempos, esto significaba para ellas una catástrofe.
En su sociedad una mujer no vale nada
si no tiene marido y sobre todo ningún hijo.
Un destino así fue atribuido al pecado de la mujer
y castigado con desprecio.
Conforme a esto, las condiciones de vida de una mujer así eran lastimosas.

La viuda de Sarepta, que Elías encuentra,
deja sonar entre líneas en las palabras trasmitidas de ella la queja e incluso la protesta contra tal forma de pensar y actuar.

Ambos relatos sitúan ahora contra tal sufrimiento abismal, la compasión de Dios, que es un Dios de la Vida –
con una diferencia significativa:
En la Lectura veterotestamentaria la viuda experimenta en primer lugar la dedicación próxima del profeta, de un hombre de Dios.
Éste se dirige en una oración legendaria llena de confianza al Dios de la Vida y pide Su compasión –
no en vano, como hemos escuchado.

En el Evangelio, por el contrario, la viuda de Naín experimenta desde un principio más allá de la dedicación próxima, la compasión del Dios de la Vida:
Encuentra en Jesús al “Kyrios”, el Señor de la Vida mismo:
Él no “ora”, Él “¡manda!”
“Yo te mando joven: ¡Levántate!”

En esta Misa bautizamos a dos niños:
Keno y Samuel.
Este bautizo es naturalmente una fiesta alegre-
para las familias y también para nuestra parroquia.
Y, sin embargo, en todo Bautismo se halla aquella enorme tensión,
expresada en las Lecturas de este domingo,
la tensión entre la vida y la muerte.

El signo sacramental del Bautismo cristiano es el agua.
Este signo, sin embargo, tiene dos dimensiones significativas:
El agua es un elemento portador de muerte.
Los pescadores del Lago de Genesareth sabían esto.
Las gentes del mar de todos los tiempos lo saben.
Y en nuestra época lo experimentan continuamente innumerables personas, que se confían en su huida por la guerra, la miseria o el hambre a barcas pequeñas e inútiles para navegar.

Al mismo tiempo, el agua es naturalmente agua dadora de vida.
Nuestros agricultores y jardineros aficionados entre nosotros saben esto naturalmente.
Nosotros mismos experimentamos en los días cálidos del verano, en el propio cuerpo, lo refrescante y dadora de vida que es el agua.

Ambos aspectos juegan un papel en la símbólica
del Bautismo:
Largo tiempo y aún hoy en toda la Iglesia oriental,
fueron y son bautizadas las personas,
sumergiéndose en el agua.
En este gesto se expresa,
que el “hombre viejo muere” en el Bautismo –
aquel “hombre viejo”, el que hace posibles circunstancias atroces como las que amenazaban
a la viuda de Sarepta y también a la viuda de Naín;
aquel “hombre viejo” que también hoy explota y oprime a otros en lo pequeño y en lo grande.

Por el Bautismo emerge un “hombre nuevo”,
un hombre según la imagen y semejanza de Jesucristo, que ha venido para traer Vida a todo el mundo.
El “hombre nuevo” que emerge por el Bautismo
es imagen simbólica del Cristo Resucitado,
que ha vencido definitivamente la muerte.

También nosotros bautizamos hoy a estos dos niños
* en el nombre del Padre, el Dios Creador que da la Vida,
* en el Nombre del Hijo, que nos salva del poder de la muerte,
* en el nombre del Espíritu Santo que derrama
sobre todos nosotros la Vida de Dios.

En este mundo concreto, en el que el poder de la muerte –aunque irrevocablemente vencida- aún actúa, los padres de estos niños no estarán libres de preocupación por el bien y la vida de ambos.
En tales situaciones les deseamos aquella
confianza ilimitada con la que Elías oraba al Dios de la Vida.
Les deseamos una unión con Jesucristo muy estrecha,
que entonces ordenó al joven de Naín como también a nosotros hoy: “¡Levántate!”
¡Confía en el Vida!
¡Confía en la compasión de Dios generadora de vida!

Amén.