Homilía para la Fiesta de Todos los Santos |
Lectura: Ap 7,2-4.9-14 Autor: P. Heribert Graab S.J. |
En mi niñez (preconciliar)
las fiestas de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos estaban fuertemente deslindadas. Todos los Santos era una gran fiesta (incluso no había clase). En la liturgia se celebraba de forma ostentosa y llena de alegría - “a tres voces”, con vestiduras y música de fiesta- el gran número de santos de nuestra Iglesia. Por el contrario, los Fieles Difuntos era un día de conmemoración de los muertos y de tristeza: el coro de la iglesia se cubría con paños negros, en las gradas del altar estaba cubierta con paños negros la “tumba” – una especie de monumento fúnebre en forma de sarcófago. El sacerdote, el diácono y el subdiácono llevaban casullas negras. El canto coral solemne del “Réquiem” acompañaba la liturgia. Por el contrario, la piedad popular apenas diferenciaba ambos días: Las familias se encontraban para Todos los Santos en las tumbas de los difuntos y se encendían tantas luces que todo el cementerio resplandecía con un rojo cálido y lleno de esperanza. Acto seguido se reunía toda la familia -en parte llegada de lejos- para un alegre encuentro en una buena comida. ¡Me parece que la piedad popular estaba muy cerca de la fe pascual de la cristiandad! En primer lugar nos preguntamos: ¿Quiénes son estos santos que celebramos hoy? Para ello, debemos saber qué significa “santo”. Sobre todo y en estricto sentido de esta palabra Dios mismo es santo. Él es Santo en Su esencia. Cuando decimos de una persona que es santa, queremos expresar que pertenece totalmente a Dios. Pero por el Bautismo todos pertenecemos totalmente a Dios. En este sentido dirige Pablo su Carta a los Romanos “a todos amados de Dios, que estáis en Roma, santos por vocación”. (Rom 1,7) Y en su segunda Carta a los Corintios escribe Pablo “a la Iglesia de Dios, que está en Corinto, con todos los santos, que están en toda Acaya” (2 Cor 1,1). En consecuencia, yo podría haber comenzado mi homilía con la expresión: “¡A vosotros santos de Sankt Peter!” En la primera Lectura del Apocalipsis de Juan se habla de un gran número “que están marcados con el sello”, y de las incontables multitudes “de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas”, que están con blancas túnicas delante del trono del Dios viviente. El “sello” es el sello del Bautismo y también las blancas vestiduras aluden al Bautismo. Todos ellos vienen “de la gran tribulación” de este mundo y, ante todo, de la tribulación de las persecuciones de cristianos romanos. Todos ellos han acabado su vida en la confesión bautismal de Cristo o incluso en le martirio por Él. Innumerables personas a través de los siglos han recorrido su camino hasta la muerte en comunión con Jesucristo y, por medio de Él, con Dios – también y ciertamente en las tribulaciones de la vida. Todos pertenecen definitivamente a Dios y tienen parte en la alegría pascual del Cristo Resucitado. La Iglesia los celebra a todos con total alegría en la fiesta de Todos los Santos. Mirado de forma precisa, nosotros celebramos con ellos también a nuestros muertos. Finalmente estamos convencidos por la fe, de que también ellos pertenecen a Jesucristo (y, por medio de él, a Dios). ¡Están bautizados! ¡Y Dios es fiel! Él responde de Su amistad, para la que el Bautismo es un signo indeleble. Ciertamente nosotros mismos no podemos garantizar nuestra fidelidad y tampoco la fidelidad de nuestros muertos. Pero nos podemos abandonar al cien por cien en la misericordia de Dios. El Dios misericordioso sanará -por Su propia fidelidad- nuestra infidelidad. Este proceso de curación puede ser “doloroso” “cuando Él se manifieste y Le veamos como Él es” (1 Jn 3,2) y, al mismo tiempo, a nosotros mismos en nuestra mezquindad. Esto lo expresa la tradición de la Iglesia con la expresión figurativa del “purgatorio”. Más bien se ha hablado del “purgatorio” como de un largo proceso de purificación en el tiempo. Pero debiéramos tomar verdaderamente en serio la muerte como el final de nuestra vida en el tiempo y en el espacio y como la confrontación con la eternidad de Dios. Entonces no hay ningún tiempo “después” de la muerte. Entonces este “después” sólo existe desde nuestra óptica, mientras aún vivimos en el “tiempo”. Pero para los muertos no hay ningún “después”, porque su nueva realidad es “eterna”, por consiguiente fuera del tiempo. Pero también hay sólo desde nuestra óptica un espacio de tiempo entre la muerte individual y el “Juicio Final” general. Pero para los muertos ambos coinciden: En la muerte se da el paso del creer al ver. El “ver a Dios, como Él es”, los purifica, los “transforma”, los configura para lo que verdaderamente son: Imagen y semejanza de Dios. Esto precisamente significa “Juicio Final”; esto también significa “purgatorio”. Éste es el momento de la manifestación definitiva de la misericordiosa justicia de Dios. Es el momento de la Nueva Creación del ser humano en su perfección, en su bienaventuranza: “Entonces estaremos para siempre con el Señor.” (1Tes 4,17) En el “ahora eterno” están nuestros muertos en la presencia beatífica del Señor. Lo que Dios ha comenzado en el Bautismo – en la muerte Él lo termina: amistad gozosa “eternamente y para siempre”. En la confianza celebramos Todos los Santos, también con la vista en nuestros difuntos. El júbilo celebrativo impregna esta fiesta, mientras nosotros contemplamos a los muertos en su nueva vida en la gloria de Dios. Pero, al mismo tiempo, nosotros no nos podemos liberar totalmente de nuestra propia óptica, que está impregnada de despedida y de tristeza. Aún están las lágrimas en los ojos. ¡Debemos dejar espacio a estas lágrimas de tristeza! El día de la conmemoración de los Fieles Difuntos se ofrece a ello. Pero también podemos confiar en que: “Dios enjugará las lágrimas de nuestros ojos” (cf. Ap 7,17). Todos los Santos y los Fieles Difuntos forman un conjunto y una unidad: La tristeza del día de Difuntos está ya transformada en la alegría de Todos los Santos. “¡Consolaos, por consiguiente, unos a otros con estas palabras!” (1 Tes 4,18) Amén. |