Homilía para el Domingo Vigésimo Tercero del ciclo litúrgico (B)
6 Septiembre 2009
Lectura: Is 35,4-7a
Evangelio: Mc 7,31-37
Autor: P. Heribert Graab S.J.
Todos nosotros somos hijos de nuestra época.
La secularización y la fe en el progreso de los
tiempos modernos nos impregnan hasta los huesos:
Sólo con un increíble escepticismo
escuchamos estas “historias milagrosas”.
La mayoría de nuestros coetáneos las descartan
como fantasiosos cuentos infantiles.
¿Y nosotros mismos?
Nosotros mismos buscamos espontáneamente
el sentido figurado de tales historias.

¡Pero nos quedamos en la superficie de una comprensión totalmente real!
¿Quién o qué nos permite descalificar de antemano
y categóricamente los “milagros”?
¿Tenemos argumentos más contundentes para la imposibilidad de milagros que para la realidad de los mismos?

Ciertamente la medicina y las ciencias han hecho
en verdad progresos espectaculares.
Pero cuanto más profundamente irrumpen las ciencias en la comprensión de la naturaleza,
tanto más aprenden muchos científicos a sorprenderse de nuevo.
Por otra parte como en el siglo diecinueve
muchos de ellos se han hecho claramente más reservados.
Hace mucho tiempo no era tan natural negar la posibilidad de “milagros”.
Quizás además las ciencias descubren
mucho de lo demasiado “milagroso” que hay en la propia naturaleza.

Naturalmente un científico traspasaría sus competencias,
si hablase de milagros en el más estricto sentido religioso.
Pero quien a la vistas de la complejidad de la naturaleza se haga humilde,
eludirá los pasos de frontera en aquella realidad,
que nosotros como creyentes ponemos en comunicación con Dios.
Él callará, incluso callará respetuosamente.

El teólogo evangelista Kart Marti cuenta de un joven enfermo muy grave,
que no se murió por la oración de la parroquia.
Este joven sanó realmente.
Los que habían orado de forma creyente y llena de confianza dijeron que se trataba de una intervención milagrosa de Dios.
Pero para todos los demás el suceso quedó como un enigma o también como uno de esos secretos,
sobre los que se guarda total silencio.

Nosotros no sabemos lo que realmente sucedió entonces, cuando Jesús curó a un sordomudo.
Por regla general, Jesús se dirigía a los enfermos afectuosamente
y los curaba sencillamente por Su Palabra,
en todo caso imponiéndoles las manos.
También en el Evangelio de hoy se habla de gestos completamente sencillos:
Toca los oídos del sordomudo
y humedece su lengua con saliva.
Pero también aquí es decisiva la breve Palabra de Jesús:
“¡Ephata!” – “¡Ábrete!”

¡Esto no tiene nada de show! Sólo es ayuda curativa.
Pero ciertamente siempre fascina a las personas de Su entorno:
Ellos dicen que aquí hay alguien que habla y actúa con el poder divino.
Y en el Evangelio de hoy, después se dice:
“Él lo ha hecho todo bien; Él hace que los sordos oigan y los mudos hablen.”
Yo creo que nosotros hoy no debiéramos sustraernos a esta abrumadora impresión.
A decir verdad, ¡no tenemos que desmenuzarlo todo racionalmente!

Hace poco pude escuchar a una mujer sordomuda en la radio:
Ella relataba con mucha alegría y gratitud
los modernos “milagros” de la ciencia y de la técnica,
que habían hecho posible que ella aprendiese a hablar.
Contaba que ya era una bendición el desarrollo
del lenguaje mímico.
Se asombraba de las nuevas posibilidades de comunicación rápida por correos electrónicos
y mensajes de teléfonos móviles.
Lo que para nosotros es tan natural y forma parte de la vida diaria, para ella era un asombroso “milagro”.
Y tanto más relataba asombrada los avances de la técnica en las operaciones de oído.

Esta entrevista me ha dejado pensativo:
Un milagro no es realizado de forma necesaria inmediata y directamente por Dios.
Como creyente yo puedo y tengo que decir más bien:
También Dios realiza Sus milagros
-y quizás incluso de forma general-
por medio de los seres humanos y no en último caso por medio de los científicos,
que incluso posiblemente no crean en los milagros.

Nosotros no tenemos –quizás gracias a Dios–
aquel don divino y poder, que capacitaba a Jesús
para hacer milagros.
Pero yo estoy convencido de que Dios también quiere hacer “milagros” por medio de nosotros:
* Quizás consigamos con la ayuda de Dios,
realizar el milagro de la paz, en un conflicto familiar que ya hace meses aumenta.
* Quizás también consigamos en una visita a un enfermo el milagro de que sonría la cara del paciente.
Y que en la despedida quizás nos diga:
“Ahora me va mucho mejor.”
¡Y esto no es una amable mentira!
* O consigamos,
jugando nuestras “relaciones”,
facilitar un puesto de trabajo a un impedido.
¡Tener una “pandilla” no es en absoluto negativo!
Por el contrario: puede también realizar estos milagros.

Muy conscientemente me he tomado tiempo para contemplar el “plano real” de la historia del milagro.
El Evangelio se comprende de un modo nuevo
cuando echamos una mirada sobre las posibles traducciones.

En el Misal “Schott” encontré una interpretación en sentido figurado del Evangelio digna de tenerse en cuenta:
La liga a la Creación de Dios,
de la que se dice expresamente,
que todo era bueno, incluso “muy bueno”.
Pero la desgracia comienza porque el ser humano
no quiere escuchar la Palabra de Dios
y no quiere admitirlo.
Se aleja tanto de Dios, que finalmente ya no es capaz de escuchar; se queda sordo.
Y porque él ya no oye nada,
piensa que Dios ha enmudecido.
El sordomudo del Evangelio está como símbolo elocuente para esta situación del ser humano.
En esta situación, Jesús dice la palabra salvadora:
¡Ephata – ábrete!
Creer viene de oír – dice Pablo (cf. Rm 10,14).
En el Bautismo nos fueron abiertos a todos los oídos sacramentalmente por medio del “Ephata”,
por el cual podemos oír el alegre mensaje de Jesucristo.
Y, por este “Ephata” también se soltó nuestra lengua
para que podamos hablar de nuestra fe.
Jesús, abriendo los oídos y las “ataduras” de la lengua al sordomudo –y también a nosotros–
nos abre el camino hacia la fe.
La fe no es ningún “trabajo”
que nosotros podemos realizar como seres humanos.
La fe es más bien un don,
como es un don la curación del sordomudo.

La Lectura de Isaías sugiere otra explicación en sentido figurado:
Como estímulo para el presente describe Isaías
en un canto de la promesa, la nueva Creación de Dios.
Él mismo vendrá y traerá a este mundo la plenitud de la salvación.
Los ciegos verán y los sordos oirán –
este milagro y todos los milagros de una Creación perfecta, encuentran su plenitud en Jesucristo.
También así se puede interpretar el Evangelio de hoy al final de los tiempos.
Entonces también nos alentará a nosotros una fe alegre y confiada en el Dios de Jesucristo,
que todo lo hace bien –
a pesar de las obscuridades de nuestra época y de nuestra vida.
Amén