Homilía para la celebración del 450 aniversario de la muerte de S. Ignacio, 31 Julio 2006
Evangelio: Mt 8,18-27
Autor: P. Benedikt Lautenbacher S.J.
“¿Quién es este hombre, que hasta los vientos y el mar le obedecen?” (Mt 8,27)

Trankred Dorst, director de la representación de este año del Bayreuther Ring, opina en el actual Focus-Interview:
“Wagner es como Shakespeare del gran teatro mundial.
La calidad está en la música.
pero sus textos son maravillosamente inconcretos...”

Cuando uno siente, como yo, unas cierta vena teatral en sí mismo, también puede leerse el texto del Evangelio en la fiesta de S. Ignacio como una
interpretación al modo de:
“El holandés que vuela en el lago de Nazareth”:

Un heraldo, rodeado por una gigantesca, multitud
ordena a sus hombres:
“¡Pasad a la otra orilla!”
Un hombre con autoridad sale de la multitud
y le ofrece adeptos sin condiciones.
El heraldo remite a
cómo viven seguros los animales salvajes a diferencia suya que no tiene ni casa ni patria.
A otro, que se pone en camino inclinado a volver
a casa para enterrar a su padre, el heraldo le grita:
“¡Deja que los muertos entierren a sus muertos!”

Y los comensales suben a la barca con su guía.
De repente estalla una enorme tormenta en el lago,
tanto que la barca se inunda a consecuencia de las olas.
Sumamente dramático: ¡El heraldo se había sumergido en un profundo sueño!
Los caballeros le despiertan y le exhortan a hacerse consciente de su responsabilidad.
Él opina lacónicamente que no debieran ser tan incrédulos.
Y se pone en pie amenazador y se produce un completo silencio.
Boquiabiertos contemplan fijamente el escenario los seguidores.
Si corremos la cortina mentalmente,
entonces hemos presenciado por poco dinero
una breve versión de Bayreuth...)

Del mismo modo que el texto del octavo capítulo del Evangelio de Mateo puede llegar a ser extraño a la realidad,
así el mensaje de Jesús en el transcurso de la historia del cristianismo –
y de la historia de la Iglesia siempre ha sido desfigurado.
También la imagen de S. Ignacio de Loyola, cuyo 450 aniversario de su muerte celebramos hoy juntos, ha experimentado en el transcurso de los siglos versiones irreales, desfiguraciones y superdramatizaciones,
como también la Orden de los Jesuitas por él fundada.

Ignacio, nacido en la vasca Loyola en 1.491,
de familia noble, fue considerado largo tiempo
soldado y “asceta frágil”.
Al comienzo del siglo XX fue descubierto (de nuevo) como místico.

En el Evangelio, Jesús recomienda “pasar a la otra orilla”.
Ignacio experimentó en el lecho de enfermo un llamamiento silencioso, pero imposible de desoír, al cambio de dirección y a la salida.
(Aquí se ve ¡qué alto grado de “santidad” puede darse en tales lugares y circunstancias!
Hoy hay allí, en Loyola un altar...)

Después de que le había derribado como mutilado su ambición de ganar una batalla inútil como oficial con treinta años,
deja, acompañado de muchas resistencias interiores y exteriores,
navegar el barco de su camino existencial no ya contra el viento, sino con él.

En el Monasterio benedictino de Montserrat
se mantiene en vela ante la imagen de la Señora.
Ignacio se porta en esta vela como el doctor de la Ley que dice:
“Maestro, yo quiero seguirte adonde Tú vayas”.

Dios le conduce después de la convalecencia a la soledad de Manresa.
Allí vive como ermitaño en oración y en estricta penitencia.
En este tiempo suceden grandes experiencias interiores, que después recoge por escrito en el libro de los Ejercicios.
Camina a través de la prueba y del error,
practica una ascesis que daña la salud,
experimenta dolorosamente lo que significa
abandonar,
sobre todo las posesiones pretendidamente mentales y espirituales –
renunciar a seguridades, hechas por él mismo,
a cuevas y nidos logrados con gusto;
a todo para percibir el llamamiento exigente del Hijo del Hombre,
“que no tiene sitio donde reclinar Su cabeza”.

Durante meses pasa su vida como un moribundo:
ayuno extremo, mortificaciones, escrúpulos;
y grita a Dios que le quiera salvar.
Incluso seguiría a un perrillo, si le pudiera mostrar una salida de esta terrible situación.

Y a pesar de esto o ciertamente por eso:
Aquí en Manresa, Ignacio se ha encontrado a sí mismo.
Olas mortales están en constante movimiento sobre su barco existencial.
Y él experimenta en lo más íntimo a Jesús cuando pregunta a los discípulos:
“¿Por qué tenéis este miedo, vosotros incrédulos?”

Increencia aquí como tentación,
para disponer de las cosas, también de las espirituales, por sí mismo.
Así, por ejemplo, un “yo quiero ser completamente puro” puede impulsar a las personas religiosas a una forma de ilusión de autoliberación,
por delante de la obra de salvación de Cristo.

Todo proceso de auto-realización está acompañado de callejones sin salida.
“Quien se agarra a sí mismo sin Dios,
perecerá en su propia angustia”,
escribe Eugen Drewermann.
Ignacio denomina a todo esto:
Estar en la escuela de Dios.
Él, que se autodenomina “peregrino”, permanece como hombre en búsqueda.

Él observa que encontrarse a sí mismo significa ser más humano.
“Dios mismo me enseña en la escuela de Dios”.

Entonces el alma de Ignacio se sosiega cada vez más, como el lago después de la tormenta.
Él quisiera ayudar a las almas.

En el Diario Espiritual escribe el vocablo “reverencia” y la amorosa reverencia “como el camino que se me quería mostrar”
y “me pareció como si fuese algo no de mí mismo”.
Aquí el Santo proporciona una clave de su carácter espiritual,
la amorosa reverencia,
que se refería en principio sólo a Dios.
Ésta cada vez se ensancha más hacia los seres humanos, los animales, las plantas, todo el mundo.
Y él refiere la reverencia a sí mismo como parte de la Creación de Dios.

Ignacio se experimenta como un regalo de Dios, según la Lectura de Jr 20,7:
“Tú me sedujiste, Señor,
y yo me dejé seducir;
me has violentado y me has podido”.                              

En la “Contemplación para alcanzar amor”,
escribe en los Ejercicios:
“El amor consiste en comunicación de las dos partes”.
Así sucede el “encuentro del yo” a través del “tú”,
a través del encuentro, a través del tomar y dar.
Y Dios se da como Él puede darse...

Quisiera llegar a ser ayudador de las almas junto con los seis amigos.
Y quieren viajar a Tierra Santa.
Dado que por motivos políticos a lo largo de un año no salió ningún barco, se dirigen a Roma y se ponen a disposición del Papa- porque él tiene una vista general de dónde se halla la mayor necesidad...
Así surge la Compañía de Jesús.

¿Dónde estamos nosotros a los 450 años de la muerte del Fundador?
No es poco de lo que la Compañía de Jesús puede estar orgullosa.
Pero la mirada tiene que ir hacia delante.
En toda misión en los más diversos ámbitos de trabajo con refugiados, trabajos escolares y de universidad, la orden quiere permanecer fiel a sus orígenes:
Ir allí donde la necesidad es mayor.
La Orden presta un “irrenunciable servicio a la Iglesia y al mundo de hoy”, puso de relieve Benedicto XVI hace poco.

A la pregunta:
¿Cómo puede un hombre de hoy ser y permanecer aún como jesuita?, contestaba Kart Rahner:
“Bajo mucha ceniza arde también hoy en mi Orden el amor a la incomprensibilidad de Jesús y a su destino.
Por eso la Orden sirve a la Iglesia y puede ser crítica frente a ella y contra sí misma...”

Por eso no hay para ningún cristiano un motivo
para caer en autocomplacencia ni en pathos (ver Wagner).

También hoy es válido proponerse  la pregunta del comienzo del Evangelio:
“¿Quién es este hombre?”, este Jesús de Nazareth – para ti, para mí?