Predigt Homilía para el Domingo Trigésimo Primero, ciclo litúrgico (B)
5 Noviembre 2006

Lectura: Dt 6,2-6
Evangelio: Mc 12, 28b -34
Autor: P. Heribert Graab S.J.
Tanto la Lectura como el Evangelio de este domingo nos conducen al centro nuclear de la fe cristiana.
Al mismo tiempo nos conducen a la esencia más íntima de aquella tradición judeo-cristiana,
que ha grabado la imagen cristiana del ser humano y por ello se ha convertido en el fundamento de la vida en común en Europa – y va mucho más allá.
Hasta en la Carta Magna de las Naciones Unidas
y en la comprensión de la dignidad humana repercute esta antiquísima tradición judeo-cristiana.

Tan profundo es este núcleo del mensaje cristiano también anclado en las personas de nuestra época,
que muchas de ellas contestan espontáneamente a la pregunta sobre la esencia del cristianismo:
Es el amor.
Todas las reservas críticas quedan entonces en segundo plano, iniciadas con un “pero” largamente arrastrado.

Sin embargo, con una mirada más precisa
y en el actual debate de valores se señala:
La palabra de Jesús sobre el amor fue, por así decirlo, “castrada” en el ambiente secularizado
fuera del contexto del “Escucha Israel”,
por consiguiente de la fe de Israel condensada al máximo, que es muy expresamente también la confesión de fe de Jesús, desligada y
así cortada de sus raíces.

La Iglesia misma largo tiempo ha exigido sobre todo al amor al prójimo,
porque el amor de Dios tiene que aparecer evidentemente en un mundo impregnado por la fe.
De ello hoy ya no se habla.
Así de una vez queda superclaro que el amor
al prójimo cuelga de un hilo y se echa a perder como una reliquia extinguida de tiempos pasados.

La expresión del amor al prójimo, desprendida de la fe en Dios y del amor de Dios, pone a las personas de hoy ante la pregunta:
¿Por qué debo amar a mis prójimos?
Y ¿por qué también a los turcos que mejor debían regresar al lugar de donde proceden?
Y ¿por qué a la persona impedida que sólo cae como un lastre sobre toda la sociedad?
Y ¿por qué a los embriones indeseados que ya no son más que un montón de células?
Y ¿por qué no debo hacer a las células madres embrionarias medios para la finalidad de los avances médicos, cuando yo posiblemente me puedo curar así de graves enfermedades?

Sólo se pueden dar respuestas a estas y otras preguntas que respeten la dignidad humana por la mirada conjunta a la gran tríada del Amor de Dios, amor al prójimo y también amor a uno mismo.

Para comenzar por lo último:
Sólo si yo mismo me sé amado por Dios y por eso lleno de confianza puedo decir Sí a mí mismo,
también puedo vivir libre de angustia.
Y sólo así me puedo proponer las preguntas expuestas –
sin ser empujado por la angustia
incluso para salir perdiendo.

Pero le amor de Dios es decisivo.
Con él se mantiene en pie y cala la imagen cristiana del ser humano.
Pues integra al ser humano,
* que es creado por Dios a Su imagen y semejanza;
* que es llamado por Dios por su nombre, personal, único e irrepetible;
* que tiene un destino,
que se extiende mucho más allá de la muerte
y que abarca la esperanza en la vida eterna e indestructible;
* que es amado por Dios en primer lugar –
y esto independientemente de su inteligencia, de su trabajo y de su “provecho” para la sociedad.

El ser humano no es el resultado de un casual desarrollo de la naturaleza.
El ser humano tampoco se ha formado por sí mismo.
Él sabe más bien sobre sí mismo,
que no se deja reducir a lo empíricamente perceptible
El ser humano está en un horizonte infinitamente amplio,
que pretende
que se determine la medida y también el límite del actuar humano.

La imagen del ser humano de un humanismo ateo tiene sus raíces no sólo en la tradición judeo-cristiana
sino también p.e. en la filosofía de la antigüedad griega y romana,
pero precisamente sobre todo en la fe cristiana, de la que se emancipa y además ha abandonado la referencia a Dios.

A mi entender este, así llamado, humanismo que ha devuelto al ser humano sobre sí mismo,
naufragó definitivamente con las catástrofes del siglo XX.
También en la violencia que se propaga entre los jóvenes hoy,
en la marea de videos y films,
que dan puntapiés a la dignidad humana,
en los caminos errados de la investigación del gen y de la tecnología del gen,
en la evidencia con que se practica la eutanasia en muchos lugares e incluso en las niñerías de jóvenes soldados con calaveras
veo parte del barco de aquel naufragio humanista.

Tanto más alarmante, pero también tanto más provocador a mis ojos es el hecho de que se haga
tan difícil a las personas aprender de tales experiencias.
Sólo así se aclara a mis ojos que el debate de valores no adelante verdaderamente
y que la Constitución europea patine.

Ciertamente no podemos volver hacia atrás la rueda de la historia
y tampoco queremos.
Pero necesitamos iglesias cristianas y parroquias en Europa,
* que como minorías comprometidas conscientemente de su responsabilidad sean levadura por la fuerza de su fe,
* por consiguiente, que no se atrincheren resignadas,
* sino que ofensiva e inteligentemente vivan, testimonien y argumentativamente defiendan su fe.

Tales minorías convencidas y comprometidas tendrían que ser capaces de representar convincentemente la imagen humana que resulta de su fe, de modo que también los no creyentes o los creyentes de otras religiones puedan afirmar,
incluso aunque no quieran o no puedan comprenderlo,
lo que es para nosotros la causa más profunda de nuestra convicción:
el amor de Dios a nosotros y nuestro amor a Él.

Si ésta es la tarea para el futuro de los cristianos convencidos,
esto tiene que tener las correspondientes consecuencias para la formación de los niños, jóvenes y adultos.
Por ello los padres y los maestros cristianos tienen que orientarse precisamente como comunidades cristianas y párrocos y catequistas de ellas.

Amén.