Homilía para el Domingo Décimo Cuarto del ciclo litúrgico (B), 9 Julio 2000
Lectura: Ez 1, 28c-2,5
Evangelio: Mc 6,1b-6
Autor: P. Heribert Graab, S.J.
“Un juicio se puede refutar, pero un prejuicio nunca”, se dice en un aforismo
de Marie-Luise von Ebner-Eschenbach.
Nosotros tenemos una cierta imagen de las personas,
a las que creemos conocer.
Simplifica mucho la vida,
no tener que estar abiertos de forma permanente
a lo nuevo porque ya hemos etiquetado a una persona.
Un prejuicio es un mecanismo
con el que ‘marcamos’ a una persona.

De modo similar había “marcado” Nazareth,
su lugar de nacimiento, a Jesús.
Lo conocemos desde pequeño.
Es uno de nosotros:
El hijo de María.
El hermano de Santiago, José, Judas y Simón.
Un sencillo carpintero o mejor: un jornalero de la construcción.
Y precisamente él quiere ahora ser ‘lo mejor’.
Precisamente ahora se las da de ‘profeta’,
y quiere hablarnos del poder de Dios
e incluso decirnos “lo que tenemos que hacer”
Más aún: Quiere convertirnos de forma auténtica.”
Ellos se escandalizaron y Le rechazaron.

¡Nosotros no construiríamos nada sobre los ciudadanos de Nazareth!
Si somos sinceros sabemos lo poco que nos diferenciamos nosotros de ellos.
Naturalmente –como ellos- tenemos prejuicios.
Naturalmente –como ellos- marcamos a las personas.
Revisen ustedes con el pensamiento a su familia, a sus vecinos, a sus compañeras y compañeros
y pregúntense con sinceridad
hasta qué punto su pensamiento sobre esta o aquella persona está en un punto muerto.
¡A todos los grupos de personas los metemos en un cajón!
Hoy se puede escuchar ya de nuevo, por ejemplo:
“No tengo ningún prejuicio contra los judíos,
pero todos ellos son hábiles para los negocios
y lo mejor es que ¡no te fíes en absoluto de ellos!”
Cuando en el periódico se habla de un crimen,
se anota que está expresamente garantizado
que se trata ‘otra vez’ de un extranjero.
Así se generan prejuicios y el rechazo de los extranjeros, cuando no se fomenta incluso el odio
al extranjero.

Entonces en Nazareth, Jesús era la víctima de los prejuicios.
Él lo es, dicho sea de paso, aún hoy.
Naturalmente también nosotros hoy sabemos por nuestra educación religiosa, por la
Biblia y por la clase de religión
“quien es Él”.
Y tenemos una imagen bastante firmemente esbozada de Él.
Y todo lo que en esta imagen no convenga,
tampoco es verdad para nosotros.
Con ello desmentimos, tomado en su fundamento,
que Jesús vive, que él también actúa en nuestra época.
No Le dejamos decir ni hacer,
lo que se oponga a nuestra imagen de Él.
Nos escandalizamos de Él y Le negamos.
Le ponemos cadenas – las cadenas de nuestros prejuicios- al Espíritu de Jesucristo, al Espíritu de Dios.
De esta forma, Él no puede hacer ‘milagros’ entre nosotros tampoco, es decir, Él no puede hacer nada (o sólo poco), como sucedía entonces en Nazareth.

Pero la historia del Evangelio tiene para nosotros todavía otra cara:
Jesús no es sólo la víctima de nuestros prejuicios.
Él opone resistencia al mismo tiempo a estos prejuicios.
El responde de lo que es una misión.
Él finalmente incluso se arriesga por su mensaje
de la conversión al amor y a la justicia a ser atormentado y clavado en la Cruz.
Otra frase de María Luisa von Ebner-Eschenbach
no vale para Él:
“Nada nos hace más cobardes que el deseo
de ser amados por todos”

Jesús se sabe amado por Dios.
Este saber determina Su vida.
Él se sabe llamado por Dios,
como también Ezequiel al que Dios le dijo:
“Levántate, hijo del hombre,
que quiero hablar contigo”
Quien lleva a la práctica en su vida este llamamiento,
por tanto, quien está erguido en lugar de arrastrarse,
èste también es siempre vulnerable.
Se expone cuando se pone erguido.
Adam y Eva en el Paraíso o también Caín se ocultaron,
porque ellos –como consecuencia de su agravio-
tuvieron miedo.
Nosotros mismos con frecuencia quisiéramos hacernos pequeños e insignificantes por miedo al juicio de los demás.
Pero quien contra lo injusto se hace responsable de la justicia de Dios, sólo para este su posición ante Dios es decisiva.

Estar erguido requiere libertad.
Una postura así provoca – no sólo en Nazareth.
Pongan ustedes como ejemplo a Sophie Scholl,
a Franz Jägerstätter o a mi compañero Alfred Delp.
Sólo su postura clara y segura
ante el así llamado tribunal popular bastó
para sacar de quicio a un tal Freisler y a sus secuaces.
Estas personas tuvieron independencia.
No fue una postura de sumisión,
sino una postura para sí mismos y para lo que creían y tenían por correcto.

En la confianza de Dios y en la fe pascual,
en la que Él mismo resucitó de la muerte
podemos también nosotros crecer en nuestra independencia.
Una actitud así es válida para ganar –también contra algunas dudas en nosotros mismos y sobre todo contra el juicio de otros.
Una actitud erguida tan liberal y con fe y esperanza
nos hará libres para un testimonio alegre y profético de nuestro Dios, que también fortalezca a otros.
Pidamos en todas nuestras oraciones continuamente
esta fuerza para andar y estar erguidos.

Amén