Homilía para la Fiesta de la Presentación del Señor
2 Febrero 2013
Evangelio: Lc 2,22-40
Autor: P. Heribert Graab S.J.
La fiesta que celebramos hoy es una de las más antiguas de la Cristiandad y en verdad una de las fiestas bíblicamente fundamentadas.
El Evangelio habla de varios aspectos del acontecimiento.
Esto condujo a diferenciar en la historia de la fiesta distintos acentos:
En épocas muy tempranas ya fue celebrado este día en Oriente y Occidente con una procesión con cirios encendidos.
Esto naturalmente hacía referencia a la alabanza festiva del anciano Simeón,
que dio gritos de total alegría al ver al Niño divino
por la luz que en Él aparecía para todos los pueblos.

En Occidente cada vez se situó más en primer plano
que los padres de Jesús se colocaban bajo la Ley
de la Antigua Alianza y presentaron en el Templo
una ofrenda de purificación para la ‘purificación’ cúltica de la Made después del Nacimiento.
Por eso esta fiesta se denominó la “Purificación de María”.
La unión con la tradicional procesión de los cirios condujo a la denominación de “la Candelaria”.
Esta idea de fiesta llegó hasta nuestros días.
Con la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II,
el dos de febrero retomó el carácter de Fiesta del Señor: “Presentación del Señor”.

Pero, la idea más antigua de esta fiesta se refleja en el nombre de “Encuentro del Señor”.
Bajo este nombre fue celebrado este día desde
el principio y también hoy en las Iglesia de Oriente:
¡Encuentro del Señor!
Con este fin un par de ideas:

A primera vista el Señor se encuentra hoy con dos personas ancianas:
Con el “anciano Simeón” que espera su muerte
y con Ana, la de “edad avanzada”, una “viuda de
ochenta y cuatro años”.
Para las personas mayores, como yo mismo soy,
esto es con seguridad un motivo para la alegría.
Al comienzo de Su vida, el Dios Encarnado se encuentra, en primer lugar, con los pastores pobres
que, según la valoración de este mundo están muy abajo, y después estos dos ancianos que hoy, en todo caso, cuentan como grupos marginales sociales.
Con ello el Evangelio muestra ya al principio las prioridades de Jesús:
Él se sabe enviado para traer un alegre mensaje a los pobres y curar a todos los que tienen el corazón roto.
(Is 61,1; Lc 4,18 s).

Pero, la fiesta de hoy tiene otro y fundamental encuentro en el sentido de que el ‘justo’ Simeón y
la profetisa Ana son entendidos como representantes del antiguo pueblo de Israel;
ellos representan a todo Israel, que Dios ha elegido como Su pueblo y al que se ha mantenido fiel a lo largo de toda la historia.
A este pueblo de la Alianza, al que Dios se sabe unido en amor, encuentra antes que a todos los demás en Su Encarnación.

En consecuencia se podría hablar de un encuentro entre ambos Testamentos.
Por tanto, no se trata sólo de una rivalidad insalvable
entre Israel, el pueblo del primer Testamento, y la Iglesia, en la que mediante Jesucristo los seres humaos de todos los pueblos son conducidos hacia el Dios de Israel.
Más bien se trata de un encuentro feliz y encantador.
Simeón y Ana con otros muchos de Israel han esperado a lo largo de una vida de total nostalgia la plenitud de las promesas de Dios,
en el Mesías de Dios que salvaría Jerusalem.
Y ahora Simeón puede exclamar lleno de alegría:
“Mis ojos han visto la salvación
que Tú, Dios, has preparado ante todos los pueblos.”
La realización de la promesa de Dios va más allá de lo esperado:
En Jesucristo se hace todo nuevo.
Se hace también nueva la Alianza de Dios con Israel.
Pero esta Nueva Alianza se abre a todos los seres humanos, a todos los pueblos.
Lo que Isaías ya ansiaba se hace realidad:
La salvación de Dios es un regalo para Israel y,
de igual modo, también para los pueblos paganos.
Así puede decir el anciano Simeón en su alabanza a Dios:
“La luz, que ilumina a los pueblos,
significa la gloria para Israel.”
¡Esto celebramos hoy!

Por tanto, en este día tendría que avergonzarnos profundamente como cristianos,
que hayamos difamado y perseguido a través de los siglos al pueblo judío.
Con ello hemos arrastrado al Dios fiel a la infidelidad.
Con ello también nos hemos vuelto contra Jesucristo.
Pues Él es no sólo un judío;
Él personifica totalmente hasta el final de Su vida
la voluntad de salvación de Dios para todo Israel.
Su misión, reunir a este pueblo de Dios, hubiera tenido validez para Él aunque muchos representantes del pueblo se pusieran en contra Suya.

Si hoy cristianos y judíos se dirigiesen unos a otros y si – a pesar de la desafortunada historia e incluso
del holocausto – como mínimo de forma individual en ambas partes se hiciese el camino de vivir mutuamente como hermanas y hermanos,
entonces la voluntad de Dios y también el mensaje de Jesucristo tendría una posibilidad de llegar verdaderamente a este mundo.

Cuanto más avancemos por este camino de hermandad como individuos y como sociedad
tanto más puede convertirse la “Fiesta del Encuentro” en una verdadera fiesta de alegría.

Amén.