Homilía para el Domingo Vigésimo Séptimo
del ciclo litúrgico A

2 Octubre 2011
Lectura: Flp 4,6-9
Autor: P. Heribert Graab S.J.
Naturalmente los dos relatos de la viñas,
el de la Lectura de Isaías y el del Evangelio,
tienen no sólo carácter histórico.
No se dirigen sólo al pueblo de Israel y a sus dirigentes en tiempos de Isaías
o a los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo
en tiempos de Jesús.
Nosotros mismos como nuevo pueblo de Dios
y los responsables de la Iglesia hoy somos interpelados del mismo modo.

Sin embargo, en los domingos pasados se trató continuamente de la Iglesia.
Ustedes mismos estarán en situación de interpretar estos relatos de viñas en nuestra época-
¡sólo si ustedes quieren!

En la homilía, yo quisiera hoy recurrir de nuevo
a la Lectura paulina de la Epístola a los Filipenses:
Nos anima un poco a reflexionar sobre nuestra praxis orante y, al mismo tiempo, a poner ante nuestros ojos su conexión con nuestra praxis vital diaria.

Me llama la atención que en nuestro entorno social se han convertido en extrañas las palabras “orar” y “oración” – en la praxis tanto más.
La madre de una niña de diez años me contaba estos días que en la clase de su hija en el instituto sólo dos alumnos conocían el “Padre Nuestro”.
Este rayo de luz ilumina bien la realidad en su totalidad.

 
En nuestro tiempo están en el lugar de “orar” y “oración” otras ideas:
Meditación, yoga, zen, ejercicios de atención y muchas otras.
Ciertamente también se trata con frecuencia de una forma de orar.
Entrar en sí mismo, estar en el aquí y ahora,
aprender a concentrarse, hacer silencio interior
o también dilatar la propia conciencia.

Todas estas metas las persiguen –como efecto secundario– también las personas creyentes,
cuando oran.
Y, sin embargo, aquí hay una notable diferencia:
En la oración se trata en primerísimo lugar
de alguien que está frente a aquel “Tú”,
que llamamos “Dios” y que se nos hace presente
en Jesucristo.

Todos nosotros, naturalmente, conocemos el
“Padre Nuestro”, pero el “Tú” de Dios en esta oración de Jesús verdaderamente no es algo vivo para muchos de nosotros.
Y, por ello, con frecuencia nos resulta tan difícil orar de forma muy personal y con palabras propias.

Para esto, algunos estímulos quizás puedan ser ayudadores:
Orar necesita, por regla general, sobre todo al principio, un marco protegido, es decir, una cierta distancia del tráfago de la vida diaria.
Para ello puede ser una ayuda, por supuesto,
alguna meditación o el ejercicio de yoga.
También un lugar o sitio recogido hace
bien para orar.
Y a más de uno le ayuda un pequeño ejercicio de imaginación:
Me coloco delante de una gran caja, en la que guardo todo lo que necesito para un viaje.
Al comienzo del tiempo de oración pongo en esta caja todo lo que me ocupa en este momento,
todo lo que me sitúa bajo el stress o lo que me preocupa, todo lo que “imprescindiblemente” tengo que hacer aún.
Después cierro la tapa y puedo estar seguro de que también después de la oración estará todo aún aquí
y puede ser desembalado y abordado con nueva fuerza.

Cuando me haya tranquilizado un poco y entre dentro de mí, puedo comenzar a orar.
Me hago consciente de que ¡Dios está aquí!
¡Está aquí para mí!
    Me dejo mirar por Él.
    Ante Él no tengo que disimular.
    Ante Él sencillamente puedo estar presente tal como soy.
    Puedo decirle a Él: ¡Tú! ¡Mi Dios y mi Señor!
    Puedo decirle a Él todo.

Ciertamente para muchos de nosotros es difícil esta cercanía de Dios.
Aquí se trata verdaderamente de “creer”.
Y a veces quisiéramos orar con el padre del joven epiléptico del Evangelio:
¡Señor, yo creo, pero ayuda mi increencia!
Orar presupone fe, pero, al mismo tiempo, ejercita la fe y la profundiza.
Esto necesita tiempo y nadie debiera “capitular” muy rápidamente.
Naturalmente esta homilía no puede explicar la fe.
Pero merece la pena ocasionalmente leer algo sobre esto.
Para ello es absolutamente apropiado p.e.
Josef Ratzinger, en especial porque él intenta exponer continuamente que creer es “razonable”.

Pero independientemente de esto pienso que todos nosotros tendríamos que procurar a veces tener ánimo para creer en la obscuridad, para confiar y precisamente también para orar.
Se trata de orar para “ejercitar”, con todas las “frustraciones” que están enlazadas a veces
con los ejercicios orantes.

Sólo así podremos reunir experiencias de oración.
Cuántas más experiencias reunamos en el orar,
tanto más podremos “desembalar” fuera de la “caja de nuestros problemas diarios” uno u otro
durante la oración para presentarlo a Dios.
Entonces es posible que esto a menudo lo sintamos como “distracción”.
Pero entonces podremos reflexionar sobre lo que más nos preocupa, ante Dios y con Dios en oración.
Con frecuencia, entonces se abrirán perspectivas muy nuevas.

Cuanto mejor nos salga el abrirnos a la presencia de Dios en la oración,
tanto más podremos experimentarla también en medio de la vida diaria:
“¡Oh Dios, Tú estás aquí” – ¡en medio de todas las ocupaciones de la vida diaria!
Entonces comprendemos por propia experiencia el principio espiritual fundamental de Ignacio:
“¡En todo buscar a Dios!” y “¡En todo hallar a Dios!”

También entonces se produce mejor la conexión entre oración y vida diaria, como Pablo la establece en la Lectura:
Presentad a Dios vuestras peticiones, mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias (¡!) y, al mismo tiempo, en la vida diaria haced todo lo que habéis conocido en la fe y en la oración como correcto.
Así se convertirá el “En todo hallar a Dios” en el asimismo ignaciano “Todo a mayor gloria de Dios”.

Amén.

En el caso de que ustedes se quieran dedicar a algo más intenso ene la arte de orar, les recomiendo una escuela de oración ya algo más antigua que continuamente se reedita:
De Hubertus Halbfas
“El salto a las fuentes” de Editorial Patmos.