Homilía para el Domingo Vigésimo
Sexto del ciclo litúrgico A
25 Septiembre 2011
Lectura: Flp 2,1-11
Autor: P. Heribert Graab S.J.
La lectura de la Epístola a los Filipenses debe estar hoy en el centro de la Homilía.
Esta Epístola contiene uno de los textos teológicamente más densos y también más hermosos del Nuevo Testamento:
El famoso Himno a Cristo de Pablo.
La introducción a este Himno nos exhorta además
a configurar nuestras relaciones interpersonales conscientemente como cristianos,
es decir, “sintiendo entre nosotros,
como corresponde a la vida en Cristo”.
Esta opinión de Pablo es, a mi entender, rabiosamente actual-
con el fondo del enfrentamiento interno de la Iglesia en la última época;
pero también con la vista puesta en la visita del Papa a Alemania, que –incluso entre los propios católicos– desencadena discusiones críticas.

Lo que quiere decir aquí se concreta,
    cuando Pablo habla de “afecto y misericordia cordial,
    cuando nos invita a “tener un mismo sentir” y “a estar unidos en el amor unos a otros”,
    cuando espera que nosotros vivamos juntos “de común acuerdo y en concordia”,
    que uno “tenga a los otros en más alta estima que a sí mismo”,
    y que nosotros podamos “preocuparnos no sólo por el propio bien sino también por el de los demás”.

La Iglesia parece estar muy alejada –al menos en el ámbito germano-parlante– de armonía y unanimidad:
Pensemos en el Memorandum “una salida necesaria” de las profesoras y los profesores de teología católica.
Este Memorandum aborda muchos temas controvertidos desde hace mucho tiempo y provoca hasta el día de hoy oposición no siempre afectuosa.

El “llamamiento a la desobediencia” de una iniciativa parroquial austriaca se formula
de un modo claramente más cortante e inaplazable.

Los temas, de los que se trata, son conocidos de todos nosotros y la mayor parte de nosotros nos sentimos también personalmente afectados por estos temas.
En la Iglesia estas cuestiones están hace mucho sobre la mesa y conducen continuamente al conflicto abierto.
En estos días de la visita papal, este conflicto también se dirimió en público.

¿Cómo armoniza esto con la opinión de Pablo:
“ser un signo” y “estar unidos en el amor unos a otros”?
Me acuerdo de la clase para la primera confesión de mi niñez.
Se nos enseñaba que la “disputa” con los hermanos era pecado.
Y ciertamente parece estar muy en el sentido de la Lectura de Pablo.
Pero yo digo hoy a una persona que confiesa
que ha “disputado”:
¡La disputa no es pecado! Muy al contrario:
Necesitamos urgentemente el enfrentamiento y precisamente también la disputa para el esclarecimiento de la verdad.
La pregunta a la conciencia no es: ¿He disputado?
Más bien la cuestión es: ¿Cómo he disputado?
O ¿he disputado para tener razón?
¿He disputado por una actitud fundamental de amor?
O ¿he herido a otro en la disputa?

Naturalmente tenemos que leer nuestro texto de la Lectura en conexión con todo el Nuevo Testamento.
Incluso el mismo Pablo ha disputado con bastante vehemencia:
En la Epístola a los Gálatas, él confiesa:
“Cuando Cefas (Pedro) llegó a Antioquia,
me enfrenté con él cara a cara
porque él se había colocado en la injusticia.”
(Gal 2,11).
Entonces se trataba de una cuestión discutible de la primera cristiandad:
¿Qué obligaciones de la tradición judía son obligatorias también para los cristianos recién convertidos del paganismo?
Pablo llevó esta disputa con toda dureza;
Al mismo tiempo, no puso en tela de juicio
la autoridad de Pedro.
Y le importó mucho cuidar una relación fraternal con Pedro marcada por el amor.

Expresado de forma algo desenfadada:
Por un asunto puede ser necesario disputar;
pero después también tiene que ser posible
beber juntos en cordial unión un Kölsch.

Yo ya he hablado con frecuencia de que para nosotros los seres humanos es difícil poner de acuerdo amor y justicia.
Por consiguiente, al menos es difícil unir amor y verdad.
A veces se puede tener la impresión de que la Iglesia se sitúa consecuentemente en el servicio de la verdad, pero lo hace con frecuencia al coste del amor.

Ahora es indiscutible que la verdad es indivisible.
También es indiscutible que la Iglesia de Jesucristo como totalidad “tiene” la verdad-
y esto en Jesucristo que es la verdad.
Pero, al mismo tiempo, también tenemos que tomar en serio lo que Pablo dice en la Primera Epístola a los Corintios:
“Aunque conociera todos los misterios y toda la ciencia;
aunque tuviera la plenitud de fe como para mover montañas, si no tengo amor no soy nada.”
(1 Cor 13,2)
Y después Pablo añade:
“Nuestro conocimiento es parcial….
Ahora conozco de un modo imperfecto,
pero después (es decir, cuando llegue lo perfecto),
conoceré a fondo.” (1 Cor 13,9 y 12).

Por consiguiente, se trata de deletrear la verdad
de Jesucristo en nuestro idioma y de traducirla a diferentes épocas y culturas,
entonces la Iglesia permanece también
“en búsqueda”, “hasta que llegue lo perfecto”.

Naturalmente hay “verdades” y “principios”
que son válidos en todas las épocas.
“La dignidad del ser humano es intocable”,
ésta es, por ejemplo, una verdad válida en todas las épocas.
Pero ¿qué significa esto de forma concreta?
En el transcurso de la historia se han sacado muy diferentes consecuencias de esto.
Que la dignidad del ser humano es intocable,
incluso si se ha convertido en un asesino y que de ello se sigue la proscripción de la pena de muerte,
que la Iglesia ha aprendido en los últimos cincuenta años.
Y durante mucho tiempo no todos los cristianos han seguido esta idea.
Por ejemplo, lo experimentamos continuamente en Estados Unidos.
Tales diferenciaciones entre verdades válidas en todos los tiempos y de formulación bajo las actuales condiciones, conoció ya la antigua escolástica,
esta “escuela” tradicional de la filosofía y la teología católica.
La escolástica trabajaba más bien con silogismos.
Tales silogismos los conocen todos ustedes de la clase de matemáticas:
Por ejemplo, una “frase principal”, por así llamarla dice: a = b.
Una “frase subordinada” dice después: b = c.
De ello se saca después la “consecuencia”: a = c.

En la escolástica, la “frase principal” es respectivamente una verdad universal, es decir un “principio”.
En la “frase subordinada” se expresa, por ejemplo, un conocimiento actual concreto.
La consecuencia de ambas da como resultado o bien la verdad formulada según la época o también unas concretas instrucciones concretas de actuación.
Por ejemplo, se dice en la frase principal:
La dignidad del ser humano es intocable.
Y la frase subordinada contiene un juicio:
También un asesino es en el total sentido
de la palabra, un ser humano.
De ello se sigue como consecuencia:
También un asesino tiene derecho a la dignidad humana;
Por consiguiente, no se le puede arrebatar por medio de una sanción.

Este modo de pensar y de concluir no tiene nada
que ver con el relativismo.
Más bien hace posible afirmar verdades válidas universalmente en un tiempo concreto,
es decir, transferir principios válidos universalmente a modos de actuación concretos.
En este sentido, también la Iglesia tiene que estar continuamente en movimiento y, por consiguiente, aprender de nuevo.
Tiene que ver de forma continuamente nueva
los conocimientos y las realidades concretas de la época, reflexionarlas y confrontarlas con las verdades válidas universalmente del Evangelio o también de la Tradición, para así hallar continuamente respuestas a la pregunta:
¿Qué significa esto hoy para nosotros?
Este proceso de actualización requiere
una discrepancia abierta e intensa,
una discusión comprometida
y también una “disputa”.
Una discrepancia así con la verdad en esta época, puede alcanzar ciertamente sólo entonces resultados en el sentido de Jesús,
cuando es conducida seriamente por seres humanos,
que “están unidos mutuamente por el amor”,
que mutuamente “valoran al otro más que a sí mismo”,
que “no sólo se preocupan de su propio bien sino también del de los demás”
y que  “de común acuerdo y en concordia” no se preocupan de llevar adelante la propia opinión,
sino de servir a la verdad aquí y ahora
y así “tener un mismo sentir”.

Amén.