Homilía para el Quinto Domingo
del ciclo litúrgico (A)
6 Febrero 2011
Lectura: 1 Cor 1,18-25 y 2,1-5
Autor: P. Heribert Graab S.J.
Por consiguiente, Pablo llegó a corinto con el firme propósito de “no saber nada a excepción de Jesucristo y éste como Crucificado”.
Por consiguiente, para él era el comienzo del núcleo esencial de la fe.
Y también ahora, cuando escribe esta epístola a los Corintios, está firmemente convencido de esto.
La completa disputa en la comunidad por cosas irrelevantes y vanidades, sólo se puede superar mediante una vuelta a lo esencial, es decir, a la Cruz de Jesucristo, en la que sólo se halla “la fuerza y la sabiduría de Dios” y también, por consiguiente, la fuerza liberadora de nuestra fe.

Por favor, pregúntense ustedes hoy y en los días venideros alguna vez:
    ¿Qué papel juega en su fe, totalmente personal, la Cruz del propio Jesucristo como el Crucificado?
    ¿Se halla verdaderamente para ustedes en esta palabra de la Cruz la fuerza de Dios?
    Y ¿tiene el mensaje de la Cruz verdaderamente un significado central en su vida?
En todo caso, Pablo pone en claro notoriamente cómo el discurso sobre la Cruz va a contrapelo con todo pensamiento mundano.
Y él sabe demasiado bien
que los cristianos de Corinto viven en medio
del mundo de esta gran ciudad.
Naturalmente están bajo el influjo
de lo que “se” piensa allí.
Naturalmente esta ciudad es su mundo,
en el que viven , en el que están en su casa.
Ellos quisieran ser aceptados aquí.
Ellos quisieran poder compartir conversación.
Ellos no quisieran ser tildados como “idiotas”.

Pero, ciertamente, esto va a parar en lo que Pablo
les exige:
Meteos en la sabiduría de Dios,
que resplandece en la Cruz de Jesucristo.
Desenmascarad el sabio parloteo de vuestro entorno
como lo que es en realidad –como tontería.

Todas las cabezas pensantes de este mundo no están en situación de reconocer al Creador y Señor de todo
detrás del primer plano de la realidad,
detrás de lo que ellos pueden agarrar con las manos.
Y aún mucho menos reconocen al Dios encarnado.
Su muerte en la Cruz es a sus ojos una vergüenza.
Ellos no reconocen el amor de Dios en esto y,
ni siquiera, la victoria del Crucificado sobre el poder de la muerte, aparentemente inevitable.
Con este bloqueo del conocimiento topaba Pablo entonces en Corinto.
Con la misma incapacidad para comprender la palabra de la Cruz, se encontraría hoy en nuestras comunidades y tanto más en la sociedad moderna.

Los judíos entonces –y los había no sólo fuera de la ciudad sino en la propia comunidad–
esperaban un Mesías, que venciese y dominase.
En la comunidad anunciaban a Cristo como el Señor ascendido y glorificado.
Pero el significado fundamental y permanente
de la Cruz no lo podían ni lo querían aceptar:
¡Pascua, sí – Viernes Santo, no!
No querían admitir que en el misterio pascual forman una unidad indisoluble muerte y resurrección.

Algunos griegos, que formaban la mayor parte de la comunidad, aportaban ideas extraídas filosóficamente de una realidad divina
y podían hablar sobre ello de forma sumamente inteligente.
Buscaban conocimiento en las conexiones más internas del mundo para así avanzar hacia la esencia de la divinidad.
Pero una teología de la Cruz era, según sus ideas,
sencillamente “pamplinas”.

También hoy el mensaje de la Cruz es para muchos cristianos e incluso “buenos” cristianos,
la verdadera piedra de escándalo.
Con mucha frecuencia he tenido coloquios con personas, que se interesaban por la fe cristiana.
Pero tan pronto como la conversación llegaba
al Cristo Crucificado se cortaba el diálogo con frecuencia:
Un Dios, que se deja colgar en la Cruz como un malhechor, fue y es experimentado como una exigencia exagerada.

O pensemos en el eclecticismo,
con el cual los cristianos escogen hoy
con frecuencia entre la tradición de la fe,
lo que no les viene mal.
Así hacen la chapuza de una fe muy individualizada.
Por regla general, la palabra de la Cruz no existe en una tal “fe a la carta”.

Pablo, por el contrario, está firmemente convencido de que en la Cruz se manifiesta la sabiduría y la fuerza de Dios.
Dios ha hecho a Cristo –y precisamente como crucificado–para nosotros sabiduría, justicia, santificación y salvación.

Intentemos seguirle un poco la pista al misterio
de la Cruz:

La Cruz es uno de los instrumentos más crueles para torturar y causar la muerte atormentada a los seres humanos.
Por eso es simbólica para todo modo de sufrimiento insoportable, que se inflijan los seres humanos unos a otros.
Representa toda violencia inhumana, con la que las personas sin consideración son dominadas o reprimidas.
Es, al mismo tiempo, la esencia del pecado, la culpa y el crimen contra la dignidad humana.
En este sentido, estamos confrontados día tras día con la cruz.
Más de uno quisiera cerrar los ojos ante esta realidad espantosa de la cruz, pero nadie la negará en serio.
Y todo, el que haya conservado sólo un hálito de humanidad, dirá:
Si hay un Dios ¡tendría que salvarnos del azote de la cruz!
Y si no hay ningún Dios, entonces nuestro propio deber y obligación es acabar con la cruz.

Y ahora observen el lenguaje traidor con el que son formuladas tales esperanzas:
    Pero aquí se tendría que golpear.
    Para algo así tendría que ser reinventada la pena de muerte.
    Estos regimenes de terror tendrían que ser erradicados de raíz.
    Aquí tendría que permitir Dios que lloviese fuego y azufre.

En todas estas formulaciones, Pablo diagnosticaría un aspecto de la “sabiduría de este mundo”.
La sabiduría de Dios, por el contrario, se decide
por un camino, al que no llegaría ningún ser humano con sentido:
Su Cristo toma él mismo la Cruz sobre sí.
Él se rebajó, se hizo como un esclavo e igual a todas las personas bajo la Cruz.
Se sometió obediente a la ley del amor divino –
hasta la muerte y una muerte de cruz. (cf. 2,6 ss).

Expresado de otra forma:
El Dios encarnado proporciona a todos los que sufren bajo la Cruz no sólo Su amor,
consolándolos y curándolos,
liberándolos de todas las presiones interiores y exteriores.
Más bien Su amor es tan grande,
que Él tampoco cede ante la resistencia de los poderosos, sino incluso en el propio fracaso,
permanece solidario con los miserables y con ellos anda el camino en la obscuridad de la muerte.

Por consiguiente ¿un modo de heroico autoabandono?
¿Preferir perecer que confesar el fracaso de la misión?
¿Un último sacrificio sin sentido?

Así o de un modo semejante juzgaría la “sabiduría del mundo”.
¡Pero ciertamente en este punto se pone en juego no sólo la sabiduría de Dios, sino también Su fuerza!
La fuerza del amor supera incluso el poder de la muerte, yendo ella con los señalados por la muerte a través de los más obscuros abismos incluso de la muerte atormentada en la cruz.
El poder del amor recrea la luz en medio de la obscuridad de las obscuridades,
recrea la vida desde la negación de la muerte.

Así gana la cruz una muy nueva e insospechada dimensión:
Se cambia desde un signo de fracaso y vergüenza,
en un símbolo eficaz de resurrección,
de nueva vida y de nueva creación.

Este misterio nuclear de la fe, debía comunicárselo Pablo a sus corintios no sólo de forma teórica
y ni siquiera “con palabras inteligentes y hábiles” o
por medio de “brillantes discursos y aprendida sabiduría”.
Por tres veces y de forma concisa acentúa esto.
(¡Aquí se halla también una pequeña, pero inequívoca indirecta contra su intelectual y de fácil palabra sucesor Apolo!)
Pablo cree más bien que el mensaje de la cruz actúa por sí mismo y de la forma más inmediata posible
“está unido con la demostración del Espíritu y de la fuerza, para que vuestra fe no se apoye sobre la sabiduría humana, sino sobre la fuerza de Dios.”

Pablo quisiera ser creíble en su prédica también por el modo de su conducta y de su vida. Por eso habla muy abiertamente sobre sus propias deficiencias:
“Además me presenté ante vosotros en debilidad y temor, asustado y temblando.”
El propio mensaje no debía en ningún caso quedar oculto por el propio brillo y la persuasiva retórica.

No sólo párrocos y predicadores pueden tomar ejemplo de Pablo.
Más bien sería tan importante en nuestra época como entonces,
    que todos nosotros viviésemos de forma creíble-también en nuestra vida diaria;
    que nuestra fe y sobre todo nuestra fe en la Cruz y en la Resurrección actuase de forma convincente en nuestro entorno;
    y que también en toda nuestra vida fuera perceptible la sabiduría y la fuerza de Dios.

Amén.