Homilía para el Domingo Décimo Sexto, ciclo litúrgico (A)
20 Julio 2008
Evangelio: Mt 13,24-23
Autor: P. Heribert Graab S.J.
Las ideas fundamentales de la homilía se orientan en un artículo de Wolfgang Beinert “Del purgatorio y otros lugares obscuros de la vida futura” en la revista “Stimmen der Zeit”, Mayo 2008
Los mayores entre nosotros han oído posiblemente en su juventud
alguna “homilía del infierno”.
Ésta pertenecía con frecuencia al material standard de una “misión popular”.
La homilía del infierno tenía ciertamente una función pedagógica;
pero hoy produciría entre nosotros inconcebibles temores.

En la pedagogía moderna
el temor fue proscrito como medio de educación.
Y en el curso de este desarrollo perdió también su status en la Iglesia, la homilía sobre el infierno.

En su lugar se situó el discurso sobre la misericordia de Dios universal y comprensiva.
En la Teología y en el anuncio de las “postrimerías”
se dio un nuevo sentido intensamente profundo,
que actuaba liberando a muchos cristianos.
El temor al más allá a veces acrecentado hasta lo enfermizo, hoy pertenece en gran parte al pasado.

Mientras tanto también se mueve a contradicción,
frente a un anuncio
 que “minimiza” a Dios,
 que “socava” la tradición de la fe
 y que finalmente es “herética”.

Ante este modo completamente actual de plantear el problema,
que también hoy intriga a los personas,
se nos presenta la parábola del trigo y la cizaña.
Esta parábola y su explicación dada por Jesús,
marca ineludiblemente un afilado contraste
entre los “justos”,
que “brillan como el sol en el Reino del Padre”,
y los malhechores,
“que serán arrojados al horno, en el que arde el fuego”,
y allí será “el llanto y el crujir de dientes”.

Como cristianos, no sólo creemos en la bondad,
sino también en la justicia de Dios.
Diariamente somos confrontados en los medios de comunicación y con frecuencia también en nuestra propia vida con el infinito sufrimiento y con la injusticia.
Experimentamos en la historia y en la actualidad,
que todo esto no se resuelve sencillamente con complacencia.
Por tanto, no nos podemos imaginar y
tampoco podemos aceptar,
que todo este sufrimiento e injusticia
deba quedar así insatisfactoriamente para siempre.
En esto la parábola nos ilumina mucho,
aunque al mismo tiempo nos repugna –
a la fe en la bondad y la misericordia de Dios.

Si nosotros ahora intentamos reflexionar
sobre esta parábola en su significado,
deberíamos en el sentido de la Primera Carta de Pedro poder “estar en todo discurso y respuesta”-
ciertamente también personas “modernas” y formadas, que nos analizan con “razón crítica”.

Esto sirve, en primer lugar para constatar
lo poco que verdaderamente sabemos:
Generalmente son cuestiones de fe,
en cuanto que tocan el “ámbito divino”,
accesible a nuestras posibilidades humanas de entendimiento,
muy limitado e imperfecto.
Esto sirve tanto más para las así llamadas “postrimerías”.
Verdaderamente no podemos medir,
“lo que Dios tiene preparado para aquellos que Le aman” (1 Cor 2,9);
tanto más lo que tiene preparado para aquellos que no Le aman.

Además la Sagrada Escritura guarda silencio
o habla sobre ello en imágenes difícilmente interpretables y a veces que ocultan.
Esto es muy insatisfactorio para personas curiosas
y también para los teólogos.
Por consiguiente, han recurrido continuamente a fuentes muy dudosas y a especulaciones:
Por ejemplo a visiones o también a tradiciones no bíblicas e incluso a imágenes no cristianas.
Todo esto puede satisfacer la curiosidad humana
en primer plano.
Pero para la fe no es de ningún modo serio.

La imagen de Dios, de la cual salimos, es importante en todo discurso sobre las “postrimerías”.
Pero ciertamente sobre Dios sólo podemos hablar
“tartamudeando” y muy imperfectamente.
Hablamos del amor de Dios y de la justicia de Dios, de Su cólera y de Su dulzura.
Pero, al mismo tiempo, tenemos que ser conscientes de que:
Tales ideas conmueven las experiencias humanas, incluso, en cierto modo, se excluyen mutuamente;
En todo caso conservan – aplicadas a Dios – un significado,
que verdaderamente tiene que ver algo con nuestras experiencias,
pero que al mismo tiempo desborda infinitamente nuestro horizonte de comprensión.

Todo discurso escatológico, por consiguiente todo discurso sobre las postrimerías, no puede prescindir de imágenes.
También Jesús habla sobre esto en imágenes
y no sólo en las parábolas mismas,
sino también en su interpretación:
El “horno”, el “fuego”, el “llanto y el crujir de dientes”,
pero también el “resplandor de los justos” –
como el “sol” –
todo esto naturalmente son imágenes.

Estas imágenes no se pueden interpretar sencillamente como hechos.
Entonces se llega a representaciones confusas del infierno, pero también del cielo, que fueron gestionadas en los primeros tiempos
no sólo en la catequesis y en la homilética,
sino que fueron especialmente duraderas en el arte.
Las imágenes tienen que ser interrogadas
en su referencia al tiempo y a la cultura respectiva,
y también al “tertium comparationis”,
por consiguiente, a lo que se tiende como punto de comparación.

Otro punto de vista,
que no puede caer en el olvido,
parece ser natural, pero no lo es:
Cuando hablamos de nuestra existencia
“después de la muerte”, no hay para esta existencia ni espacio ni tiempo.
Pues ambos están unidos a nuestro mundo material.
Por consiguiente, es extremadamente engañosa
la representación del “infierno” como un lugar,
y también el modo de “almacenaje intermedio”
en el purgatorio por un tiempo.
Y también la representación de un “doble juicio”
- por consiguiente el juicio individual en el momento de la muerte y el “juicio universal” al final de los tiempos –
no se puede fundamentar bien.
La “eternidad de Dios”, en la que nosotros - de todos modos- alguna vez participaremos,
no tiene lo más mínimo que ver con el tiempo y el espacio y se sustrae por entero a nuestra capacidad de representación.

Aún hay otro marco de condiciones a tener en cuenta:
La imagen filosófica del hombre,
que desdobla al ser humano en cuerpo y alma
no es, por ejemplo, en absoluto bíblica y es enteramente dudosa.
Pero esta imagen del hombre dualista es supuesta,
en el discurso tradicional del “purgatorio”,
en el que el “alma” – desprendida del cuerpo –
es purificada.

Cuando se trata de “castigos” en el “purgatorio”
o también en el estado final, se da por supuesto
el sentido del derecho de la época respectivamente.
Según un sentido del derecho ampliamente superado,
hecho y retribución tenían que corresponderse.
Por el contrario el moderno sentido del derecho
Tiene, por el pensamiento actual de resocialización,
un carácter muy diferente, claramente más humano.

Finalmente es válido considerar la escatología no aislada,
sino en el contexto de la teología total.
En último caso en la teología se trata de la inclinación de Dios hacia los seres humanos.
Sólo desde ahí puede desarrollarse también una escatología que tenga sentido.

El mensaje fundamental de nuestra fe cristiana reza:
Dios ha creado al ser humano y su mundo por amor.
Dios ama a los seres humanos a Su modo divino:
es decir, infinitamente.
Esto continúa incluso en el envío del Hijo de Dios
hasta los más profundos abismos del mal.
Allí los libera en comunidad consigo mismo.
Éste es el sentido profundo del antiguo motivo del “descenso de Cristo al infierno”.

En la Primera Carta a Timoteo se dice:
“Dios, nuestro Salvador, quiere que todos los hombres se salven.” (1. Tim 2,4 ss)
El amor de Dios se concreta como voluntad
de salvación de todos los seres humanos.
Evidentemente no se prevén excepciones.
Pero cuando Dios quisiera algo y esto no sucediese,
entonces sucedería por su soberanía, su poder,
dicho concisamente, por su ser-Dios.

Pero ¡ahora queda el hecho del mal en el mundo!
Esto no se puede deshacer ni olvidar tampoco en el otro mundo.
Si no Dios sería muy injusto e incluso cruel frente a las víctimas.
Los teólogos se han roto la cabeza sobre esto,
sobre cómo aquí podría hacerse una comparación:

cuando un ser humano en la muerte es confrontado con el infinito e imponente amor y bondad de Dios ,
entonces el “autor” reconoce a más tardar también
la maldad de su acción
y se acepta como lo que es.
Este reconocimiento profundo
- un acto extremadamente doloroso y pesado-
permite al autor (¡que permanece como tal!) sufrir por su acción:
se convierte en víctima de su propia obra,
pero como “víctima” Dios le puede incluir en Su amor -
 bajo esta suposición, en una justicia que se transforma en amor.

Por lo demás, hay experiencias análogas en el ámbito interhumano:
Cuando alguien en un matrimonio ha herido mucho a su pareja y en una situación de encuentro reconoce esta herida y está profundamente confuso por este reconocimiento y sufre por ello,
entonces puede ser que él mismo se convierta en “víctima” de su acción y que ambos se abracen consoladoramente.

Tales reflexiones en referencia a las postrimerías son naturalmente especulativas,
pero bien fundadas fuera del contexto de la revelación divina.
Teoréticamente queda la posibilidad
de que el autor se oponga al amor de Dios
y continúe como autor y nada más.
Entonces el perdón de Dios no le puede alcanzar.
Se condenaría a sí mismo para siempre.
Por este motivo, tampoco hoy los teólogos niegan el “infierno”.
Pero a muchos les parece muy dudoso,
que verdaderamente alguien esté allí.

Dado que todas estas reflexiones son muy especulativas, se dice continuamente
- así también en la Encíclica de la Esperanza de Benedicto XVI -
que nosotros estamos “salvados en la esperanza”. (Rom 8,24)

Para concluir, una pequeña historia de Colonia,
en la que esta esperanza ya hace mucho tiempo encuentra su expresión en un modismo de Colonia:
“¡El Dios amado no es tan severo!”
El cardenal Höffner confesó poco antes de su muerte,
que había venido a Colonia con la firme intención
de que los coloneses abandonasen este dicho.
Pero ahora, cuando se preparaba para ponerse
ante el Señor, confiaba mucho en que los coloneses tuviesen razón con este dicho.

Amén.