Homilía para el Domingo de la Trinidad
22 Mayo 2.005
Autor: P. Heribert Graab S.J.
El autor de la contemplación de la imagen es Jörg Zink.
 En la preparación de esta homilía,
he echado una ojeada
a las homilías de años anteriores
para el domingo de la Trinidad.
Todas giran alrededor de un tema:
Se trata siempre y siempre de nuevo
del insondable Misterio de Dios.
Probablemente esto se deba
a que no nos confrontamos con este Misterio de Dios
en ninguna otra fiesta del año litúrgico
tan inmediata e intensivamente.
 
Así yo desearía también hoy invitarles
a acercarse a este Misterio conmigo
otra vez y desde otra parte
y después también con la ayuda de
una famosa imagen.
 
En primer lugar debiéramos reflexionar
sobre lo que esta palabra “misterio” significa generalmente.
Desde la Ilustración y en el contexto de un
moderno racionalismo, esta palabra tiene
ante todo un significado negativo:
 
Expresa:
* que aquí hay algo que no es accesible (o todavía no) al entendimiento humano;
* que hay algo oculto e impenetrable.
Y cuando se trata de un misterio religioso,
entonces se dice que
este Misterio sólo se puede comprender por la fe.
En este “sólo” suena con frecuencia aquella  arrogancia de una sociedad orientada científicamente
que se siente infinitamente superior con su saber
a toda fe.
 
Todavía en otro sentido la palabra “misterio”
tiene entre nosotros un deje negativo:
Se puede oír en boca infantil aquí y allá:
“¡Yo conozco un misterio que tú no conoces.
Y yo tampoco te lo digo!”
Ya los niños expresan de este modo su superioridad frente a otros.
El saber guardado es poder.
En este sentido, por ejemplo, la fórmula secreta de
Coca Cola significa poder económico.
El espionaje económico intenta violar tal poder
que es guardado rigurosamente en las cajas fuertes de innumerables empresas.
 
Cuando hoy hablamos del Misterio del Dios Trinitario, queremos decir, naturalmente,
 algo muy diferente.
Lutero tradujo la palabra griega “musterion” por “misterio” en su traducción de la Biblia.
Quizás hoy debiéramos recurrir de nuevo al original
y hablar del “Misterio de Dios”.
 
No hay que definir Misterio desde el entendimiento humano,
sino interpretarlo como la esencia del
Dios inmenso en Sí mismo.
Por consiguiente, misterio significa la inagotable realidad de Dios mismo;
y significa también el, al fin y al cabo, incomprensible actuar de Dios en Su historia de salvación con nosotros los seres humanos.
En este sentido hablamos del “Misterio de la fe”,
cuando confesamos:
“Anunciamos tu Muerte, oh Señor,
proclamamos tu Resurrección,
hasta que vuelvas en gloria.”.
 
El Misterio de Dios no está sujeto de ningún modo
a discreción profesional -como muchos cultos mistéricos orientales-, sino que, al contrario,
busca el mayor público posible.
En un ser humano, en este Jesús de Nazareth,
se nos abre graciosamente y se nos regala esta realidad inagotable de Dios y Su actuar curativo.
Y es importante para nosotros como cristianos
anunciar con franqueza el “Misterio” del Evangelio, el Misterio de Jesucristo y Su acción curativa.
(cf. Ef 6,19).
 
La Revelación de Dios no anula el Misterio,
sino que adentra al ser humano en este Misterio.
El ser humano mismo es “misterio”como imagen de Dios.
También todos nosotros somos unos para otros
un misterio,
cuando creemos conocernos totalmente en largas décadas de amistad o de matrimonio.
El misterio del ser humano se adentra, por la Encarnación de Dios, en el Misterio divino.
Y, por el contrario, se comunica por medio de Jesucristo y en el Espíritu Santo el Misterio de Dios como gracia que deifica al ser humano.
 
Por consiguiente, no encontramos el Misterio divino (y humano) adecuado  para el (vano) esfuerzo de ahondar racionalmente en él.
 
Es exclusivamente adecuado para el Misterio:
* sumergirse dentro respetuosamente,
* aceptarlo amorosamente
* y celebrarlo conmovidamente y en adoración.
Ciertamente hacemos esto,
celebrando juntos la liturgia,
en la que se despliega el Misterio divino.
 
A esto nos puede ayudar hoy, domingo de la Trinidad, el acompañar una imagen
que refleja algo de la contemplación absorta
y de la conmoción reverente de una gran mística:
la grandiosa y profundamente sentida  representación de la Trinidad de Dios del libro “Conoce los Caminos” (Scivias) de Hildegard von Bingen, que vivió de 1098 a 1179.
  La Trinidad
 
Un anillo de Luz plateada que fluye
rodea a un círculo dorado, en el que giran llamas rojas.
Pero en el centro está un ser humano.
Éste no está en el fuego del círculo de oro.
Más bien se abre un estrecho borde del anillo de Luz plateada,
todo alrededor de la figura del ser humano azul zafiro,
como si la protegiese de entrar en contacto con el Fuego.
Dios: la Luz. El Espíritu: el Fuego.
El Hijo: la figura humana.
La imagen significa: así está Dios en Sí mismo.
 
Pero la figura humana no tiene nada que ver
con la figura convencional del Cristo.
 
Ésta parece más bien ser una mujer.
Evidentemente es la imagen del Dios Trinitario para Hildegard,
al mismo tiempo que la imagen del ser humano,
y de todo ser humano, aún cuando, como ella misma, sea una mujer.
 
Esto es entonces el ser humano:
Aquel, que lleva a Cristo oculto en sí mismo,
que está rodeado del Fuego del Espíritu Santo
y seguro en el gran anillo plateado de la Luz divina.
Y entonces en el ser humano yo reconozco a Dios
del mismo modo que reconozco en el Dios Trinitario, quien es el ser humano -
y quien soy yo mismo.
 
En una de sus canciones, Hildegard von Bingen alaba el estar uno dentro del otro del Dios Trinitario Encarnado
y del ser humano trinitario semejante a Dios:
 
“¡Qué maravilloso es esto –
devoto asombro! –
que en el cuerpo terrenal resplandezca la Divinidad –
y los ángeles, que sirven a Dios,
perciben a su Dios
como un ser humano!”
 
Amén