Homilía para el
Séptimo Domingo de Pascua (A)

24 Mayo 2020
Lectura: Hch 1,12-14
Evangelio: Jn 17, 1-11a
Autor: P. Heribert Graab, S.J.
¡Después de Pascua comienza el tiempo de la Iglesia!
De este tema se trató ya el domingo pasado;
y este tema también se nos pone delante hoy de nuevo y aún nos ocupa con frecuencia.

En la Lectura encontramos hoy, por así decirlo,
el más pequeño núcleo de seres humanos,
del que surgirá la Iglesia universal.
Aquí están “los Once” (verdaderamente “los Doce”).
Todavía no representan de ningún modo un cargo apostólico,
que más tarde conducirá al cargo episcopal.
Más bien representan “todo Israel” con sus doce tribus y la continuidad entre el “antiguo” y el “nuevo” pueblo de Dios.
Junto con las mujeres, que seguían a Jesús,
están representados también la totalidad de los discípulos y discípulas de Jesús.
Todos están reunidos en oración comunitaria
con confianza en la promesa de Jesús del envío del Espíritu.

La historia de la Iglesia está marcada desde el comienzo por la tensión entre la obra de Dios en la Iglesia por medio de su Espíritu y la colaboración de seres humanos con sus debilidades y su fortaleza.
Así se producen las vicisitudes en una cambiante historia de la Iglesia.

Dentro de pocos días celebraremos la entusiasta irrupción de Pentecostés.
En seguida después de Pentecostés comienzan ya las primeras persecuciones.
Y, sin embargo, la joven Iglesia crece vertiginosamente – más allá de Jerusalem:
alrededor del Mediterráneo e incluso en la India
por medio de Tomás.
Pero, simultáneamente, los Hechos de los Apóstoles y las Cartas neotestamentarias, sobre todo las cartas de Pablo, informan de crisis interiores, frustraciones y decepciones en las comunidades.
Se presentan rivalidades personales
entre personalidades,
que tienen influencia en las comunidades.
Se trata de enfrentamientos por influencias desde fuera:
de las asociaciones o de las tradiciones religiosas del entorno pagano.
Y ya pronto se trata también de cuestiones
de cómo los cristianos deben comportase con las autoridades del mundo.
En la primera Carta de Pedro se dice que deben someterse a todo orden humano y sobre todo al emperador.
Por el contrario, el libro del Apocalipsis de Juan
está lleno de críticas para los que dominan
y no le gusta un pelo el sistema político de la potencia romana.
Ya en torno al año 300, bajo el Emperador Constantino, la Iglesia se convierte en la “Iglesia estatal” romana
y con ello toma incluso el giro de las autoridades mundanas.

Cuanto más grande se hizo la Iglesia
tanto más desarrolló “estructuras exteriores”.
En consecuencia, se agravó la tensión entre la dimensión “teológico-espiritual” y la “sociológica”.
Por una parte se entiende la Iglesia como un “misterio  divino” y esto se expresa en imágenes teológicas:
p.e. “Novia”, “Madre”, “Cuerpo de Cristo”,
“Pueblo de Dios”.
Por otra parte gana el significado de “cargo”
y, desde la Edad Media, también la “jerarquía” de los cargos,
de modo que hoy a menudo la idea de “Iglesia de cargos” juega contra la idea teológica de “pueblo de Dios”.
Además hoy se ve a la Iglesia  -¡no sólo desde fuera!- con frecuencia como “Iglesia para el servicio”, es decir, como “empresa de servicios”.

En todos los tiempos la Iglesia se halla ante la tarea –nos hallamos nosotros- de aunar ambos aspectos.
La esencia de esta Iglesia en toda época es tanto una fusión de los seres humanos en toda su limitación
como también una comunidad plenificada por el Espíritu de Dios.
Por tanto ¿cómo armonizar:
•    la esencia interior de la Iglesia y su estructura exterior;
•    el misterio divino ‘Iglesia’ y la institución ‘Iglesia’;
•    la parte espiritual-teológica de la Iglesia y su parte empírica-sociológica?

En la teología, la Iglesia es vista hoy como “Sacramento-primordial”,
en el que están arraigados todos los sacramentos.
Un sacramento es un signo lleno de sentido, que expresa una realidad invisible regalada por Dios.
Por tanto, si yo entiendo la Iglesia como “sacramento primordial”,
entonces es el signo perceptiblemente lleno de sentido, que organiza la sociedad humanamente (sí o sí).
Pero la realidad que se cree y que está detrás de este signo,
es la comunidad espiritual del pueblo de Dios en camino.
Yo sólo puedo anunciar de forma comprensible y digna de crédito la conexión interior entre el signo visible y la realidad que se cree,
cuando el signo es adecuado al misterio de la fe
y se corresponden.
Por tanto, cuando la Iglesia es teológicamente imagen  y parábola del amor divino interno del Dios trinitario, del amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo,
entonces esta comunidad de amor (communio)
tiene que quedar de manifiesto también en la Iglesia de forma concretamente experimentable
mediante estructuras comunicativas de relaciones de igual a igual y mediante una comunidad fraterna.

Y antes de señalar con el dedo “a los de arriba”,
por de pronto debiéramos preguntarnos:
¿Qué significa esto para mí mismo, para mi papel en la Iglesia?
Y ¿qué significa para la comunidad o para el grupo eclesial, al que yo mismo pertenezco
y con el que quizás incluso estoy comprometido?

Amén.
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