Homilía para el Domingo Cuarto de Cuaresma C
15 Marzo 2015
Lectura: 2 Cr 14-16,19-23
Evangelio: Jn 3,14-21
Autor: P. Heribert Graab, S.J.
Ya hace catorce días la historia bíblica del sacrificio
de Abraham provocaba la cuestión taladrante sobre el ¿por qué?
¿Por qué debe morir Isaac, el hijo de la promesa?
También ¿por qué Dios me conduce a este o a aquel camino sin salida?
¿Por qué me toca el destino de un cáncer incurable?
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

El libro de las Crónicas, del que procede la Lectura veterotestamentaria de hoy refleja toda la historia de Israel.
Los autores empujan continuamente a acontecimientos, que sitúan ante esta pregunta de forma retrospectiva:
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

De forma especialmente profunda se había grabado en la memoria de Israel la destrucción de Jerusalem en el año 597 a. de C. por el Rey de Babilonia Nebukanezar II y el subsiguiente tiempo
del exilio en Babilonia.
¿Por qué permitió Dios este sufrimiento y esta vergüenza a Su pueblo?

La respuesta del libro de las Crónicas es francamente clara:
¡El propio pueblo era responsable por su total miseria!
Él había cometido –como también lo hicieron otros pueblos– actos abominables.
Pero las ‘instrucciones’ del Sinaí hubieran podido conducir al pueblo de Dios por otro camino,
por el camino de la justicia, de la paz y de la humanidad.
Pero estas instrucciones de Dios “se” ofendieron en Israel.
“Se”, es decir, todos ellos fueron más o menos corresponsables.
Incluso también quien no colaboró activamente
apartaba más bien la vista de lo que estaba sucediendo (según el lema: ¡Yo no puedo cambiar nada!), o incluso se aprovechaba de ello tácitamente.

Nosotros conocemos una situación catastrófica así en nuestra propia historia del siglo XX.
Richard von Weizsäcker destacaba en su discurso del 8 de Mayo de 1985:
“Todo un pueblo no es culpable o inocente”.
Pero al mismo tiempo llamaba la atención sobre la responsabilidad de aceptar colectivamente la injusticia nacional socialista.
Según la actual comprensión del derecho de los estados democráticos no hay culpa colectiva.

Pero el Israel bíblico tenía otra comprensión del derecho:
El pensamiento no se orientaba tanto a lo individual,
sino más bien a la familia y a las tribus y sobre todo al pueblo.
El pueblo como totalidad podía ser culpable y en consecuencia también expiar el castigo.
El cronista describe en la Lectura de hoy      
la obstinada increencia del pueblo,
que incluso desprecia los mensajes de Dios
y se burla de los profetas.
Finalmente el castigo de Dios fue inevitable.
Dios eligió a una de las grandes potencias de aquel tiempo, la caldeo babilónica bajo Nebukadnezar II,
como instrumento de Su castigo.

También esta intervención punitiva de Dios en el transcurso de la historia ya no es para nosotros comprensible,
aunque también hoy no pocas personas ante una catástrofe que sobreviene o también cuando el destino las golpea personalmente de forma dura
hablan del ‘castigo de Dios’.
Pero ya Jesús tiene de todo esto una comprensión totalmente diferente, se podría decir: una comprensión totalmente ‘moderna’.
En el Evangelio acabamos de escuchar:
“Dios no envió a Su Hijo al mundo para que lo juzgue,
sino para que el mundo se salve por medio de Él. Quien crea en Él no será juzgado.
Quien no crea ya está juzgado,
porque no ha creído en el nombre del Hijo Único de Dios.”
Con referencia a las descripciones de la Lectura de hoy, se dice:
¡Dios no condena y tampoco castiga!
Para Él se trata sólo de la salvación y la plenitud de la vida para todos los seres humanos y tanto más para Su pueblo elegido.
Pero quien su propio ser humano traiciona,
que en última instancia está marcado por la propia imagen de Dios,
por tanto, quien transforma amor en egoísmo o incluso en odio, y quien en este sentido totalmente práctico es ‘increyente’ está ya juzgado por su actuar torcido.
En este sentido la ‘increencia’ práctica del pueblo tenía que conducir tarde o temprano a causa de una lógica interior a la catástrofe.
De forma totalmente exacta sucede también la catástrofe alemana de 1945 como consecuencia inevitable de todas las ‘atrocidades’ de la época nazi.

Que con los culpables también los inocentes son arrastrados en el torbellino del hundimiento,
no tiene nada que ver  con una supuesta injusticia de Dios, sino que es únicamente para ordenar 
la criminal acción que desencadenó la catástrofe.

Pero la interpretación histórica de Jesús subraya sobre todo la acción salvadora de Dios en la historia,
que continuamente es atravesada y frustrada
por la falta de humanidad, expresado bíblicamente por la ‘increencia’.
Pero Dios se mantiene firme –humanamente expresado– en Su acción salvadora.
Durante el exilio babilónico, Él está en fidelidad con Su pueblo.
La experiencia de la catástrofe con todas sus consecuencias conduce a una conversión interior
y finalmente también a un nuevo comienzo en Jerusalem –
como también fue posible para nosotros después de 1945, un nuevo comienzo.

Animados por los textos de la Escritura de este domingo, quizás nosotros debiéramos hacernos algunas preguntas autocríticas en las cuatro semanas de este tiempo de ‘conversión’:

¿Cómo nos relacionamos nosotros mismos con los duros golpes del destino?
Aunque naturalmente pueda haber muchos motivos para que no seamos responsables, debiéramos como mínimo preguntarnos ¿si y eventualmente hasta qué punto tendríamos que darnos golpes de pecho?
¿Nos permitimos una retrospectiva autocrítica de la historia y la cadena de motivos para una enfermedad grave o una decepción masiva?
¿Verdaderamente no hemos contribuido a lo que finalmente ha sucedido así?
¿Cómo precipitadamente buscamos la ‘culpa’ en otros o incluso también acusamos a Dios?

Aunque en nuestra cultura y en nuestra época el individuo está en primer plano,
debiéramos dirigir, en el sentido de los escritos bíblicos, nuestra atención a que somos al mismo tiempo miembros de diferentes comunidades,
miembros de un pueblo y miembros de toda la humanidad.
En todas estas conexiones en una sociedad democrática tenemos corresponsabilidad como cristianos.
Tensiones y conflictos de hoy conducen al terror y a la guerra o también a la reconciliación y a la paz del mañana.
¿Qué contribución a esto aporto yo?
Hambre, pobreza y miseria no son dadas por la naturaleza sino resultado de la injusticia.
¿Qué consecuencias prácticas saco de esto?
¿En qué ámbitos y dónde concretamente me comprometo por el bien común?
Compromiso por un mundo más humano significa colaborar con el Reino de Dios. ¿Esto es para mí un deseo del corazón?
Y ¿confío en la promesa de Dios, en Su fidelidad y en que Él en Jesucristo ya ahora ha conseguido la victoria sobre todos los poderes de la muerte?

Amén.