Homilía para el Tercer Domingo de Cuaresma (C)
3 Marzo 2013
Lectura: Ex 3,1-15 (en resúmenes)
Evangelio: Lc 13,1-9
Autor: P. Heribert Graab, S.J.
Aunque en tiempos de Jesús todavía no había ningún ‘Boulevard de Prensa’, lo cual es importante para ‘imagen’ y ya entonces también lo era.
Por ejemplo, la conducta sangrienta de Pilatos,
que mandó matar a seres humanos de Galilea
precisamente como víctimas para el Templo.
O el hundimiento de una torre en Jerusalem,
en el que murieron dieciocho personas.

Detrás de esto no está sólo la curiosidad,
cuando estas noticias afectan a seres humanos.
Se trata siempre –consciente o inconscientemente– de una consternación por el sufrimiento en este mundo,
y, sobre todo, por el sufrimiento y muerte
de ‘inocentes’.
Estas cuestiones son tan antiguas como
la humanidad.

Ciertamente tan antiguas como la humanidad parecen ser también algunas respuestas a estas preguntas existenciales.
Alguna gente, que aborda este tema con Jesús, parece estar convencida de que las víctimas lo son por su propia culpa:
Son ‘pecadores’
y lo que les ha sucedido ahora
es lisa y sencillamente el  castigo
(o la consecuencia)
de su propia culpa.

De esto ya hablaron los amigos de Job,
aunque ellos verdaderamente fueron para estar
al lado de su amigo en su indecible sufrimiento.
Generalmente esta interpretación se utiliza como un hilo rojo a través de gran parte de la Biblia de Israel:
Existe una conexión interior entre lo que cada uno hace y lo que cada uno padece.
De forma simplificada se dice:
El ‘justo’ es premiado,
por tanto, a él le va bien;
y el ‘pecador’ halla su justo castigo-
en todo caso, a la larga se impone una justicia niveladora.

También parece que Jesús no está totalmente libre de esta comprensión.
Sea lo que sea, Él relativiza la tesis,
remitiéndola a toda nuestra propia culpa.
Pero, al mismo tiempo, Él también señala
la conexión entre nuestra culpa y sus consecuencias mortales.
Muy en conexión con la tradición bíblica,
Él saca la consecuencia de que
¡ha llegado el tiempo de que os convirtáis!

Ciertamente Jesús se desligó cada vez más de la interpretación de una estricta conexión entre
la acción y sus consecuencias.
Juan relata en su Evangelio el encuentro de los discípulos de Jesús con un ciego de nacimiento.
Muy en el sentido de una conexión entre la acción y sus consecuencias preguntan a su Maestro:
“Maestro, ¿quién ha pecado? ¿Ha sido él mismo?
O ¿han pecado sus padres y por eso ha nacido ciego?
Jesús respondió:
“No ha pecado ni él ni sus padres,
sino que la acción de Dios debe manifestarse en él.” (Jn 9,1-13)

La pregunta por el mal, el sufrimiento y la muerte
en este mundo nos apremia hoy tanto como a las personas de entonces.
Y precisamente las personas creyentes sufren con frecuencia por culpa de esta pregunta punzante:
¿Cómo puede un Dios bueno permitir todo esto?

Ya el domingo pasado se trató del papel decisivo
de la libertad humana;
por una parte, la libertad es un aspecto esencial
de la dignidad del ser humano.
Si Dios suprimiese la libertad del ser humano,
se contradiría a Sí mismo y a Su Creación.
Pero, por otra parte, la libertad humana es continuamente causa de enorme maldad, sufrimiento y muerte.
Por tanto, queda en pie la pregunta:
¿Cómo puede un Dios bueno permitir todo esto?

Quizás da una primera respuesta la Lectura de hoy:
El mensaje de Dios a Moisés suena así:
“Yo he visto la miseria de Mi pueblo…
Y he escuchado vuestros lamentos.
Conozco vuestro sufrimiento.”
Y después Dios dice el nombre con el que Él quiere ser llamado “para siempre”:
“¡Yo-estoy-aquí” – “Yo-estoy-aquí: Para vosotros y con vosotros!”

En el versículo del Salmo, que sigue a la Lectura
se dice:
“El Señor es clemente y misericordioso,
paciente y rico en bondad.” (Sal 103,8).
Jesús concreta estas palabras del Salmo mediante
Su parábola de la higuera improductiva.
Pero paciencia, bondad, perdón para aquellos
que han quitado el espacio vital y la fuerza existencial a otros-
¿puede ser la respuesta para las ‘víctimas’?
¿Para las víctimas del baño de sangre en el altar
del Templo de Jerusalem?
¿Para las víctimas del derrumbamiento de la torre
de Siloé?
¿Para las víctimas  de todos los crímenes de la historia de la humanidad  y también de las innumerables catástrofes naturales?

La respuesta para todas estas ‘víctimas’ se deriva
en lo esencial de la Pasión de Jesús.
Y no es fácil hacer propia esta respuesta.
En el núcleo está la respuesta, que ya se encuentra en el nombre de Dios:
‘Yo-estoy-aquí’ – ando con vosotros este camino, sufro Contigo.
En el monte de los Olivos, la angustia hace que Jesús sude “como sangre” por todos los poros.
Pero contra el poder arbitrario y el odio
de Sus torturadores el Padre es ‘impotente’.
Sólo esto: Un ángel del cielo Le dio al Orante angustiado nueva fuerza.
Pero Él, un poco más tarde oraba en la Cruz:
“Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46)

La pregunta sobre el sufrimiento sólo encuentra
la respuesta de la Cruz,
si vemos el sufrimiento y la muerte de Jesucristo en el contexto de toda Su vida y de Su mensaje.
¡Con Su amor en hechos y palabras transformó
a innumerables personas e incluso a todo el mundo,
entonces y más allá de Su muerte hasta hoy!
Nosotros decimos con razón:
el amor cambia a los seres humanos;
el amor cambia al mundo.
Esto ya es válido para nuestro amor.
Todos nosotros lo hemos experimentado como mínimo aquí y allí.
¡Cuánto más esto es aplicable al amor de Dios,
que en Jesucristo se hace carne y sangre!
Finalmente Su amor se hará evidente como
‘amor todopoderoso’, como un amor, que gana incluso los corazones de los obstinados-
no contra su libertad sino con ella.

Esta convicción se sella mediante la Resurrección
de Jesús.
Toda nuestra fe, no por casualidad, está en pie y emite juicio con la fe pascual.

Amén