Homilía para el Primer Domingo de Cuaresma (B)
26 Febrero 2012

Lectura: Gn 9,8-15
Evangelio: Mc 1,12-15
Autor: P. Heribert Graab S.J.
Aconsejado para la Lectura: Ansgar Wiedenhaus S.J. “Siempre podemos comenzar de nuevo”,
topos-libros de bolsillo.
Decimos:
Cuaresma es tiempo de penitencia,
tiempo de conversión, por tanto,
de nueva orientación.
Pero nos preguntamos:
¿De qué debemos convertirnos?
Y ¿adónde nos debe conducir la conversión?

La respuesta parece evidente:
Naturalmente debemos apartarnos del pecado
y de la culpa.
Y debíamos decidirnos a volvernos hacia una vida íntegra según el mandato de Dios y también, lo más  posible hacia el mandato de la Iglesia.
En este sentido fuimos exhortados de generación en generación por la prédica.
Y esto tampoco es falso.

Pero yo quisiera hoy intentar una respuesta algo diferente-
Una respuesta, que en mi opinión, penetre más profundamente en el sentido de la Cuaresma.

Hoy algunos teólogos dicen que la raíz del pecado
y de toda culpa está en el temor.
En su núcleo existe el pecado original
-por consiguiente el pecado primigenio de Adam y Eva-
por el temor a que ellos no sean amados verdaderamente por Dios.
Expresado de otra forma:
La humanidad en su totalidad se ha dejado llevar desde el principio por este temor:
-    El amor de Dios por nosotros es a la postre una ilusión.
-    No podemos poner en Dios toda nuestra confianza.
-    Más bien tenemos que cuidar de nosotros mismos y coger en la mano nuestra existencia.
¡Si yo no preocupo de mí mismo,
nadie se va a preocupar de mí!

Este temor a que Dios no nos ame verdaderamente y la consecuencia que se sigue del afán de autoestima humana es finalmente la causa de toda culpa humana.
Esto da como resultado sobre todo egoísmo, falta de consideración y violencia.
Todo esto nos impulsa aún más profundamente al temor.

Muy pronto en la historia humana comienza el esfuerzo de Dios para superar este temor humano y convencernos de que
Yo os amo tanto como sólo un padre puede amar.
Vosotros podéis construir vuestra vida sobre una confianza sin reservas en mi amor.
La historia de Noé, que hemos escuchado hoy en la Lectura es, por así decirlo, una segunda historia de creación, que culmina en una insuperable Alianza amorosa de Dios con la humanidad.
Mientras esta tierra exista, será siempre el Arco Iris un signo y un símbolo de este amor.

La fuerza de Dios contra este temor primigenio humano alcanza su punto culminante veterotestamentario en la liberación de Su pueblo de la esclavitud de Egipto.
Del mismo modo que Dios vence con el signo del Arco Iris el caos de las aguas del diluvio universal,
así conduce a Su pueblo seguro a través de las mareas del Mar Rojo y con ello a través del caos de las aguas del temor.
Continuamente, cuando en la travesía por el desierto el temor se hace demasiado fuerte, Dios pone un nuevo signo de Su amor:
Contra la sed Él ofrece el “agua de la roca”,
contra el hambre la lluvia del manna y enjambres de codornices,
contra las serpientes venenosas que causan muerte,
la curación mediante el signo de la serpiente de bronce que se levanta.

A través tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, se extiende como un hilo rojo que anima:
“¡No temáis!”
no temáis –Yo estoy con vosotros–
debéis confiar en Mí-
la historia del pueblo de Dios confirma esta confianza en mi amor y fidelidad.

Después, en el Nuevo Testamento se manifiesta un afecto amoroso tan grandioso que el temor humano se retira de forma irrevocable:
En Jesucristo vemos al Dios Encarnado,
como Él se deja ofender, golpear, humillar y finalmente morir en la Cruz,
y, sin embargo, no cesa de amar a los seres humanos.
Salvación por medio de la muerte de Jesucristo significa:
que podemos creer finalmente en Dios,
que nos ama sobre todo.

En el Evangelio de hoy, marcos ha resumido de forma muy sucinta el núcleo del mensaje de Jesús:
“¡Se ha cumplido el tiempo, el Reino de Dios está cerca.
Convertíos y creed el Evangelio!”
El mensaje del Reino de Dios tiene el sentido de un mundo, en el que finalmente la fe y la confianza en el amor incondicional de Dios es posible,
“Reino de Dios”, por consiguiente, significa un mundo, que fundamentalmente está salvado del dominio del temor.
Ciertamente esto significa el Evangelio de este domingo, cuando caracteriza los cuarenta días de Jesús en el desierto con el escueto comentario:
“Vivía con animales salvajes y los ángeles Le servían.”.

En la experiencia de desierto de Jesús se ha anticipado, que también que nuestra vida debe y puede quedar marcada ya por el Reino de Dios que despunta:
Un mundo lleno de paz,
un mundo libre de todo temor,
un mundo conducido por la incondicional confianza en el amor de Dios.

Un Evangelio que en el núcleo contiene este mensaje,
puede ser el fundamento de una fe que genera alegría.
Por tanto, dejémonos invitar por este Evangelio para una conversión interior:

-    Despidámonos del temor con la confianza en el amor de Dios.
-    Renunciemos a una atención desmedida al propio bienestar y a la autorrealización egocéntrica o incluso egoísta.
-    Más bien, dejémonos llevar en todo nuestro pensar y hacer por una incondicional confianza en el amor de Dios.

Amén.