Homilía para el Segundo Domingo de Pascua
1 Mayo 2011
Lectura: Hch 2,42-47
Evangelio: Jn 20,19-31
Autor: P. Heribert Graab S.J.
“El domingo blanco” –es el último día de la octava de Pascua,
por consiguiente, el último día de la fiesta de Pascua,
que la Iglesia celebra a lo largo de ocho días.
El último día – y, sin embargo, ¡la Pascua continúa!
¿Cómo continúa la Pascua?

En primer lugar, miremos el Evangelio.
En el punto central está el Apóstol Tomás,
al que denominamos tradicionalmente
el “incrédulo” Tomás.
Naturalmente esta es la tradición de la “Iglesia popular”,
por consiguiente, la tradición de cristianos,
que vivían en un entorno totalmente “creyente”
como el pez en el agua.
En un ambiente así, se sale totalmente de lo corriente un “incrédulo”.
Por consiguiente, el nombre “incrédulo Tomás” señala a este hombre casi como un fenómeno excepcional, como una especie de hombre estrafalario.

¡Los tiempos de la Iglesia popular han pasado!
Hoy todos nosotros somos más o menos “incrédulos” con la mirada puesta en la Pascua,
en todo caso en el sentido de que tenemos dificultades con la fe en la Resurrección.
Ciertamente nos hallamos en la mejor sociedad.
En el círculo de las primeras discípulas y discípulos
no era Tomás ni mucho menos el único,
que tenía problemas con la Resurrección:
  • Sólo de Juan, el más íntimo amigo de Jesús, se dice en el Evangelio que creyó de forma muy espontánea ante la “tumba vacía”.
  • Pedro, por el contrario, considera como esencialmente más probable un robo del cadáver de Jesús. Y todavía en la aparición pascual de Jesús en el lago de Gensareth, Pedro necesita, por así decirlo, que Juan le dé un empujón.
  • También María de Magdala y las otras mujeres están más que confundidas en la mañana de Pascua: “Se han llevado al Señor de la tumba y no sabemos dónde lo han puesto.” Cuando después Jesús encuentra muy personalmente a María, ella Le tiene por un jardinero. Mediante la voz y el saludo familiar Le reconoce  y se convierte entonces en: “Apostola Apostolorum”, en la primera mensajera pascual.
  • Con no menos escepticismo tropieza el Resucitado con los discípulos de Emaús y también en la “asamblea general” de los discípulos en Jerusalem.
Al “incrédulo” Tomás se le reprocha que hubiera exigido “pruebas” visibles y palpables.
No sabemos qué experiencias concretas llevaron finalmente a Tomás a su confesión de fe:
“¡Señor mío y Dios mío!”
Probablemente un fotógrafo moderno
–como tan a menudo en los relatos del Evangelio–
no hubiera captado nada de todo esto “en su clisé”.
Y, sin embargo, es cierto que Tomás –como las otras discípulas y discípulos– hizo experiencias de fe que le cambiaron de verdad.
Con todo respeto, estas primeras experiencias pascuales son comparables a la experiencia de conversión de Pablo ante Damasco.
También aquí hubo un encuentro con el Resucitado.
En sentido literal y figurado, este encuentro pascual lanzó a Pablo fuera del sillín.
Pero el encuentro de Pablo le dejó sin palabras;
observó que aquí pasaba algo descostumbrado,
pero no vio nada.

Yo estoy convencido de que también hoy se dan tales experiencias pascuales, desde hace mucho tiempo, en la mayor parte de los casos de forma
no tan dramática.
Algunas de estas experiencias que transforman toda la vida están documentadas literariamente:
  • La experiencia de conversión de Agustín, que ha redactado en sus “Confesiones”.
  • También el matemático, físico y filósofo francés Blaise Pascal atestigua en su “Memorial” tales experiencias.
  • También en el siglo XX, el escritor francés Paul Claudel, que aún a edad muy avanzada puede indicar en la catedral parisina de Notre Dame, el lugar, en el que tuvo, cuando tenía 18 años, su experiencia de conversión.
“A veces celebramos en medio del día una fiesta de Resurrección,”
se dice en una moderna canción pascual:
  • Las horas se derriten, y una dicha se hace presente;
  • Las frases se abren, y una canción se hace presente;
  • Las barreras se saltan, y hay un espíritu.
Por lo visto, aquí se trata de experiencias vitales muy “de este lado”.
Pero es común a todas estas experiencias:
Son experimentadas como un regalo inesperado.
No las precede ningún mérito.
Así pueden ser transparentes para aquella experiencia pascual, que celebramos en estos días y continuamente.

Si ustedes atentamente contemplan su propia vida
tropezarán con certeza con experiencias similares.
Probablemente también descubrirán además encuentros y experiencias que incluso en un sentido más estrecho y más directo son experiencias religiosas, experiencias pascuales.
¡No son tan raras!
Desgraciadamente no las abarcamos demasiado a menudo porque nuestros sentidos interiores están atrofiados.

Para terminar, aún una breve mirada a las experiencias comunitarias pascuales, que se nos describen en los Hechos de los Apóstoles:
“Todos los que eran creyentes, formaban una comunidad y tenían todo en común.
Día tras día acudían constantes al Templo,
partían  el pan en sus casas y compartían los alimentos con alegría y sencillez de corazón.”
¡Esto seguramente tampoco era lo normal en la Iglesia primitiva!
Lo poco pascual que sucedía también en estas comunidades bastante a menudo, lo podemos verificar en el Nuevo Testamento.
Y, sin embargo, ¡hubo estas experiencias de vida nueva y pascual continuamente en la antigua Iglesia!
Y también las hay hoy en la Iglesia de nuestros días actualmente tan desgarrada e interiormente dividida-
en nuestras grandes comunidades que apenas merecen este nombre, quizás antes tampoco.
También se dan estas experiencias en algunas comunidades pequeñas,
abarcables con la vista y sobre todo en no pocas comunidades cristianas.

Merece la pena que encaucemos conscientemente nuestra atención hacia esto.
Hacer experiencias pascuales en la Iglesia
nos alentaría también a nosotros.
Tales experiencias nos podrían dar también hoy
a nosotros, como cristianos católicos, un impulso nuevo y pascual.

Sólo tendríamos que tener una mirada para esto y contribuir por nuestra parte
para que suceda pascualmente en nuestra Iglesia.
Amén.