Homilía para el Quinto Domingo
de Cuaresma del ciclo litúrgico (A)
10 Abril 2011
Lecturas: Ez 37,12b-14
Evangelio: Jn 11,1-45
Autor: P. Heribert Graab S.J
A la Lectura veterotestamentaria del domingo actual le precede una visión escalofriante:
Ezequiel ve ante sí una amplia llanura.
Hasta donde alcanza la vista hay huesos humanos
de muertos, innumerables, resecos por el sol abrasador.

De forma instintiva despierta esta macabra visión asociaciones con el tsunami devastador en el nordeste del Japón.
Continuamente los equipos de rescate recuperan a los muertos-
podrían ser finalmente hasta 30.000.
Tampoco hoy se sabe con exactitud
cuántas víctimas ha causado al comienzo del año 2010 el grave terremoto de Haití;
el gobierno teme que su número sobrepase a las 300.000.

Todos nosotros conocemos las imágenes del Japón y también las de Haití.
Gracias a Dios, por regla general no se muestran
los muertos.
Pero sólo los números nos insensibilizan.
Es inimaginable para nosotros la muerte casi en todas las aldeas, en todas las ciudades y regiones.
Sin telecomunicaciones,
las personas eran entonces, en el antiguo Israel,
quizás más sensibles ante un escenario tan espantoso,
como el que Ezequiel les ponía ante la vista de forma drástica.
Probablemente la amplia llanura, en la que no hacía demasiado tiempo
se había desencadenado la lucha asesina de dos ejércitos, formaba el fondo realista.

Pero para Ezequiel y también para Dios mismo, cuyo portavoz es Ezequiel, se trata de del significado dominante de la escena de horror:
Dios la señala en la visión del profeta:
“Estos huesos son toda la casa de Israel.
Ahora dice Israel: Nuestros huesos están resecos,
nuestra esperanza se ha ido a pique,
estamos perdidos.” (Ez 37,11)
Después sigue nuestra Lectura:
“Así habla Dios, el Señor:
Yo abro vuestras tumbas y os saco, pueblo mío
fuera de vuestras tumbas…
Yo os infundo mi espíritu, después viviréis…
Yo lo he prometido y Yo lo hago –
oráclo del Señor.”

Este cambio no lo crea la política, ni la diplomacia
ni las fuerzas militares.
Dios sólo permite a Su pueblo “resucitar de las ruinas”.
Dios sólo da a este pueblo una vida nueva y un nuevo futuro.
Las quejas y lamentaciones de muchos cristianos hoy sobre la decadencia de una Iglesia que expira
y la autocompasión de esta Iglesia
puede ser totalmente comparable
con las quejas y lamentaciones de muchas personas del pueblo de Israel en aquella época.

Pero también hoy es válido como lo fue entonces:
No trae el cambio ni nos ofrece una vida nueva
una política eclesial al gusto humano,
ni conceptos pastorales entretejidos de desesperación.
Más bien sólo Dios nos sacará de la miseria.
Él derramará sobre nosotros Su Espíritu vivificador,
dará ánimo nuevo a los desanimados
y un futuro a los desesperados.

¿Y nosotros mismos? ¿Persistimos en la mera pasividad?
¿Continuamos sencillamente como hasta ahora?
¡De ningún modo!
De nosotros se espera el reconocimiento de que única y exclusivamente Dios es el Señor de la Iglesia.
Él nos muestra en Jesucristo las consecuencias que tiene reconocer a Dios como nuestro Señor.
Jesús anuncia y vive:
    misericordia – en lugar de dureza sin perdón,
    donación curativa – en lugar de fidelidad lacerante a los principios;
    justicia – en lugar de tener razón;
    renuncia a la violencia – en lugar de obtención de poder;
    poner la otra mejilla – en lugar de ofrecer resistencia violenta;
    espíritu – en lugar de letras y párrafos.
    ¡Pero sobre todo vivir de Dios, que es Amor!

Como sucede con frecuencia en el Antiguo Testamento, el pueblo de Dios como totalidad
es el foco.
El Evangelio, por el contrario, mira más a cada uno en particular.
Del mismo modo también hoy.
Se trata del mismo tema:
    Se trata de la victoria de la vida sobre la muerte.
    Se trata del Señor de la Vida, para el que las tumbas no son el final.
    Pero se trata también, al mismo tiempo, de personas muy concretas, cuyos nombres conocemos.
    Se trata, por consiguiente, del amigo de Jesús - de Lázaro y de sus hermanas Marta y María.

Lázaro parece estar completamente en primer término.
También a nosotros nos conmueve ver como Jesús está muy afectado por su muerte y
que Él llora por Su amigo muerto.
Pero para el evangelista Juan, su resurrección a esta vida mortal es sobre todo un signo.
A él le importa la interpretación de este signo.
Y justamente la da Marta que es considerada
en la tradición como una sencilla ama de casa.

En Juan se la resalta como una teóloga creyente,
cuya confesión del Mesías iguala como mínimo
a la confesión famosa y transcendente de Pedro
en el Evangelio de Mateo.
En primer lugar, Jesús manifiesta Su esencia más íntima, precisamente a esta mujer:
“Yo soy la Resurrección y la Vida.
Quien crea en Mí vivirá aunque muera,
y todo el que vive y cree en Mí, no morirá nunca.
¿Crees tú esto?
Marta Le respondió:
Sí, Señor, yo creo que Tú eres el Mesías,
el Hijo de Dios, que debe venir al mundo.”

¿Crees tú esto? – dice la pregunta.
Pero la respuesta, expresa una relación personal:
¡Yo creo en TI!
¡Yo creo que TÚ eres el Mesías!
Por consiguiente, TÚ eres el Señor de la Vida,
TÚ eres la fuente de la Vida,
TÚ regalas la vida por antonomasia-
y no en el “último día”, sino ya aquí en este mundo.
Y la vida que TÚ regalas,
sobrevive a nuestra muerte:
quien cree en TI no morirá eternamente.

En esta confesión se manifiesta ya hoy, domingo de Pasión, una fe completamente pascual.
Nuestra Pascua no acontece en la muerte en primer lugar y tanto más, tampoco en el “más allá” de la muerte y del mundo.
Nuestra Pascua penetra ahora ya la vida entera.
Con mucha frecuencia es ayudador mirar las relaciones interhumanas para entender la relación
de fe con Jesucristo.
Más de uno ha dicho a una persona amada:
“¡Eres mi vida!
¡Ofreces a mi vida toda una nueva calidad!
¡Con nuestro amor comienza mi vida de forma totalmente nueva!”
Y a menudo una confesión de amor así verdaderamente va más allá de una confesión sólo de los labios para fuera.
La vida se convierte en verdaderamente nueva.
Recibe una calidad totalmente nueva.
Se convierte verdaderamente en una vida dichosa,
en una vida en plenitud.

¡Cuando podemos experimentar algo “grandioso”
ya en una relación amorosa con otra persona,
cuanto más excederá a esta experiencia
una relación plena de amor a Él que es la fuente de la Vida por antonomasia!
Él nos regala una Vida que también supera la muerte.
¡Ciertamente un mensaje feliz y pascual!

Yo nos deseo a todos en la preparación de la Pascua la fe relacional vivificante de Marta,
una fe que a nosotros que nos permite mirar más allá de las sombras de la muerte de nuestra propia vida y de la vida de nuestro amor.
Con una mirada retrospectiva a la Lectura de Ezequiel, yo nos deseo además la confianza de que también hoy Dios quiere ofrecer nueva vitalidad
a Su comunidad de creyentes, es decir, a Su Iglesia.
Pues para la Iglesia –como para cada uno de nosotros en particular– es válida la promesa:
“Las puertas del infierno – el mundo de la muerte- no derrotarán a esta Iglesia –¡y tampoco nuestra vida!. (Mt 16,18).

Amen.