Homilía para el Segundo Domingo
de Cuaresma del ciclo litúrgico (A)
20 Marzo 2011
Evangelio: Mt 17,1-9
Autor: P. Heribert Graab S.J
La homilía toma algunas sugerencias de Stefan Schlager en “Pueblo de Dios” 3/2011.
Nos deja en suspenso, lo que sucedió verdaderamente entonces en aquella “alta montaña”.
Es cierto: Al menos para los interesados sucedió algo esencial.
Es cierto también como tan a menudo:
Un fotógrafo de nuestra época no hubiera podido retener nada de esto en su placa.

¿De qué se trata?
  • ¿Saben ustedes lo que pasa cuando nubes obscuras se levantan en el horizonte?
  • ¿Cuándo se cierne algo peligroso para la vida?
  • ¿Cuándo, por ejemplo, de repente y de forma inevitable el diagnóstico “cáncer” entra en escena?
En esa situación se halla Jesús
- una situación desesperada,
una situación, en la que también el temor
amenaza devorarle.
También en Su vida hay continuamente momentos,
en los que Él duda de Sí mismo y de Su Dios,
al que tan a menudo ha llamado Padre.
Pocos días antes de Su muerte en la Cruz,
cae tan profundamente en un “agujero”,
que maldice una higuera en el camino –
una higuera que para Él es imagen de aquel pueblo,
por el que Él ha arriesgado toda Su vida.
Los responsables de este pueblo, que Él tanto ama,
se vuelven al final contra Él de forma tan radical,
que Le entregan a la muerte de Cruz.
Y aún en la misma Cruz, Jesús grita Su abandono de Dios:
“Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?”

Sólo con este fondo,
es comprensible el Evangelio de hoy.
Al principio de la actuación pública de Jesús,
se cuenta de Su Bautismo en el Jordán:
“Se abrió el cielo, y Él vio al Espíritu de Dios,
que descendía sobre Él como una paloma.
Y una voz desde el cielo decía:
Éste es mi Hijo amado, en el que he puesto
mis complacencias.” (Mt 3,16-17).
Esta grandiosa palabra de Dios,
-Tú eres mi Hijo, ¡Yo defiendo tu causa!
esta grandiosa palabra Le llena de una fuerza increíble y de confianza para Su vida y
para Su misión en este mundo.

Quizás les llame la atención escuchar en el Evangelio de hoy, que se repite la palabra de Dios del Bautismo:
“Este es mi Hijo amado,
en el que he puesto mis complacencias.”
Aquí hay aún más paralelos:
También en la “alta montaña” el Espíritu de Dios
–esta vez en forma de nube luminosa– abraza a Jesús.
La fuerza del Espíritu de Dios Le transforma.
Sus acompañantes apenas Le reconocen:
Su rostro resplandecía como el sol.
De este modo irradiaba en Él una nueva confianza,
que incluso Sus vestidos eran de un blanco resplandeciente – como la luz.

Además el relato de la Transfiguración pone
aún un nuevo acento:
La aparición de Moisés y de Elías:
Moisés, el que había recibido el precepto de Dios para Su pueblo,
y Elías, el que había elevado a la conciencia
la actuación de Dios por Su pueblo mediante los profetas.
La aparición de ambos contiene la promesa de Dios:
La historia de Israel y todas las promesas de los profetas encuentran su plenitud definitiva,
en lo que ahora sucede.

La experiencia de Dios de Jesús en Su Bautismo
fue ánimo y fuente de fuerza para Su vida,
así como la experiencia de Dios en la “alta montaña”
es ánimo y promesa de asistencia para Su camino hacia el Gólgota.
Más aún:
En la Transfiguración Dios hace Su promesa de que la muerte no tendrá la última palabra.
En la Transfiguración ya alumbra la clara luz de la mañana de Pascua.

Alentado así, Jesús puede andar Su último camino –
“hasta la muerte y muerte de cruz.”
Así puede orar continuamente atribulado,
pero lleno de confianza:
“¡Padre, si Tú quieres, que pase de Mí este cáliz!
Pero no se haga mi voluntad sino la tuya.”
(Lc 22,42).
Su oración es escuchada:
“Apareció un ángel del cielo y Le dio (nueva) fuerza.” (Lc 22,43).

El Evangelio de este domingo puede ser también una ayuda para nosotros, no sólo para buscar respuestas a nuestras preguntas sobre la amenaza existencial a causa de la muerte.
Puede también quitar nuestros temores y ofrecernos esperanza y nueva fuerza en la faz de la muerte.

Más de uno objetará:
¡Pero desgraciadamente nosotros no tenemos tales apariciones!
Yo quisiera volver otra vez a la cuestión introductoria:
¿Qué ocurrió entonces verdaderamente?
No sabemos mucho sobre esto.
Pero ningún camino pasa por alto
que los discípulos de Jesús hicieron la experiencia con Él:
  • No luchamos por una causa perdida.
  • No estamos solos –para lo que también pueda venir.
  • Todos nosotros –porque pertenecemos a Jesús somos hijos amados del Padre celestial.
  • Él nos defenderá y continuamente nos dará ánimo.
Quizás los discípulos entonces no comprendieron tampoco del todo la experiencia del Tabor.
Pero, como muy tarde, en Pentecostés les quedó todo claro:
Su propio temor es como si hubiera desaparecido.
Con ánimo abren las ventanas cerradas con cerrojos y las puertas.
Se ponen en público con su testimonio sobre el resucitado.
El mensaje de Jesús se convierte en su propio mensaje.
Y responden de él incluso en la faz de la propia muerte.

¡También nosotros hoy podemos con Jesús llamar
a Dios, Padre!
Somos bautizados en Su nombre.
Nos es ofrecido Su Espíritu Santo.
En la fe, podemos experimentar su cercanía.
Y a veces también lo percibimos.
Es Su fuerza, que nos conduce a nosotros mismos
a través de las horas obscuras.

En esta fe podemos orar diariamente
y sobre todo cuando llueve sobre mojado.
En esta fe debemos ahora también orar por las personas de Japón.
Las catástrofes de imprevista envergadura nos confrontan con el sufrimiento y con la muerte.
Sólo pocos de ellos son cristianos;
pero Cristo ha muerto y resucitado por todos ellos.
La Cruz de Cristo es para todos ellos
-consciente o inconscientemente-
un signo de esperanza: ¡Las fuerzas de la muerte están vencidas!

No debemos olvidar que la Cruz también es un signo de “juicio”, sobre todo para aquellos que se sitúan como cómplices al servicio de la muerte.
También por ellos debiéramos rezar en estos días:
Por aquellos, que, llenos de arrogancia y despotismo, creen dominar las fuerzas de la naturaleza.
Y tanto más por aquellos, cuya propia ambición
y a veces también el mucho dinero son más importantes que la vida de tantas personas.

Amén.