Homilía para el Cuarto Domingo
de Cuaresma (C)
14 Marzo 2010
Evangelio: Lc 15, 1-3.11-32
Autor: P. Heribert Graab S.J.
Los pensamientos concluyentes sobre el hijo que se quedó en casa se los debo a la teóloga diplomada Mechthild José-Thumbeck, Sankt Michael Göttingen
En la novela „El último capitán de caballería”
se dice: “Quien se ha abotonado mal una chaqueta,
no le queda otro remedio que desabrochar todos
los botones de nuevo y comenzar
desde el principio.”

En esta situación se halla el hijo menorr del Evangelio.
Probablemente ya tuvo dificultades en los años
de estancia en casa,
para abrocharse correctamente
“la chaqueta de su vida”.
En todo caso, tomó una mala decisión fundamental
para su vida futura,
que le separó radicalmente de su familia.
En primer lugar, le pareció que ganaba
una gran libertad;
pero pronto fue de mal en peor vertiginosamente.

En algún momento reconoció:
¡Así no se puede continuar!
No quiero tirar mi vida,
tengo que regresar y comenzar de nuevo.

No lo intenta con pretextos o con una disculpa formal.
Abandona incondicionalmente su arbitrariedad
y confía sin reservas en la misericordia del padre.

Recuerda la riqueza de su padre;
pero no extiende la mano con codicia.
La meta de su nostalgia es sólo ser aceptado
por el padre y entregarse a su amor lleno de confianza.

En este dirigirse a Dios,
en este regreso y en la tarea de su arbitrariedad
se refunde de nuevo todo el ser humano-
hasta en sus sentimientos,
hasta en toda su actitud hacia Dios,
hacia los seres humanos, hacia las cosas del mundo y hacia sí mismo.

Finalmente, en este proceso de transformación,
se percibe la ruptura del amor.
Esto corresponde por completo a nuestra experiencia:
Sólo el amor es capaz de transformar a un ser humano de forma profunda.

La historia de este joven nos podría inducir
 a esperar una tal conversión sólo individual,
del que ha sido culpable.
Pero esto era contrario a las ideas de Israel
y también a las de Jesús:
Para la tradición bíblica y también para Jesús,
por regla general, se trata sobre todo del
pueblo entero,
aquí en referencia al grupo de los fariseos y
de los escribas.

En los asuntos de abusos, no estaríamos tampoco hoy en el sentido de Jesús,
si tomásemos en consideración exclusivamente
lo individual.
Más bien tenemos que dirigir la vista
a nuestra sociedad,
en la que es posible tal conducta abominable-
y no sólo en las organizaciones eclesiales,
sino de forma alarmante también en el ámbito familiar y, sobre todo, allí donde niños y jóvenes
buscan seguridad.
¡Por consiguiente aquí es necesaria una conversión social!

Y naturalmente, tanto más en la Iglesia se necesita urgentemente un cambio de opinión comunitaria e institucional:
*¿Cómo se puede llegar precisamente en la Iglesia a unos hechos así?
*¿Cómo es posible que algo así pase inadvertido
y se encubra premeditadamente durante décadas?
*¿Qué estructuras institucionales crean las condiciones previas para esto?
*¿Qué papel juega una comprensión sexual
que no se integra en una imagen humana total,
una comprensión sexual también
que ignora de modo parcial los conocimientos seguros de las humanidades modernas?

Hoy, como en tiempos de Jesús, a una conversión necesaria le precede el amor del padre.
Él no ha cesado de amar a su hijo.
Él le ha anhelado con frecuencia, le ha esperado.
Por eso le ve venir de lejos.

Y ¡después corre a su encuentro!
Para un oriental, entrado en años, esto era totalmente desacostumbrado-
incluso aunque estuviera muy apresurado.

El padre espontáneamente abraza a su hijo que regresa,
le saluda con un beso de perdón,
aún antes de que confiese su culpa.

Cuando el hijo finalmente toma la palabra,
el padre no le deja explicarse.
No toma en absoluto en serio las últimas palabras:
“Hazme uno de tus jornaleros.”
El padre transforma el impensable “jornalero”
por un “invitado de honor”
y cuanto antes le pone un traje de fiesta y una sortija.

Hay que comprender el traje de fiesta en la cultura de la época como una alta distinción.
La sortija es una sortija tipo sello,
un signo de la transmisión de plenos poderes.
Por consiguiente, no se vuelve a la antigua situación.
Por consiguiente, no se trata del lema:
“¡Hacemos como si no hubiera pasado nada!”
¡Más bien se le asigna un lugar, que antes no había tenido nunca, al que regresa a la casa del padre!
Pero naturalmente, él agradece todo esto no al derecho,
sino exclusivamente al amor y a la gracia del padre.

Yo lo agradezco además espontáneamente al canto del Exultet en la noche pascual:
“¡Oh feliz culpa, que ha merecido Salvador tan sublime!”
De ahí el regocijo, que ahora sigue.
En la dimensión de esta alegría se refleja otra vez
la dimensión y la terrible realidad,
de lo que es la verdadera culpa, el verdadero pecado.
¡El padre equipara el regreso de su hijo a una resurrección de los muertos!

La cúspide de esta parábola significa,
por consiguiente:
¡Dios es bueno. Bondadoso. Clemente. Lleno de misericordia!
¡Tan desbordante de amor!

El amor de Jesús se dirige sobre todo a las “víctimas”,
pero también a los “culpables”-
si regresan como el hijo de la parábola.

Para nosotros, el criterio es también la praxis
de Jesús.
Pues Jesús se ve a sí mismo en el papel del padre misericordioso.
El hijo dice:
“¡He pecado contra el cielo y contra ti!”
El “cielo” es, en el discurso bíblico, equivalente
a “Dios”.
El Padre, por el contrario, es Jesús mismo,
que emplea esta parábola como defensa frente a los fariseos y escribas.
A consecuencia de su (de ellos) reproche de que
Él tiene trato con pecadores,
Él quisiera ganarlos, mirar también a los pecadores
con ojos de amor.

Pablo dice: “En Cristo ha aparecido para nosotros
la bondad y la filantropía de Dios.” (Ti 3,4)

Finalmente una mirada al hijo que permaneció en casa:
Él ha sacado la carta del “diablillo”.
Permanece en casa, es el hijo honrado que se preocupa de todo, muy responsable y cumplidor,
No presenta ninguna exigencia y renuncia a las seducciones del gran mundo.
Todos estos años se ha sacrificado por la casa,
mientras este pícaro, este querido amigo de su alma,
cosecha laureles,
sin haber movido un dedo para ello.

Finalmente se trata para él y también para el hermano menor del amor y de la aceptación.
Se trata del aprecio y del amor irrealizable.
“Nadie me ama” es el título de una película de 1994.
Se trata de personas jóvenes, solitarias, tristes, perdidas en un anónimo edificio de apartamentos
en busca del amor de su vida.
En nuestra parábola, probablemente también ambos hijos tienen el sentimiento de que “Nadie me ama”.
El que ha permanecido en casa se siente postergado, no reconocido, no apreciado,
pero también el que se ha ido,
- aparentemente para “sacudirse el polvo”-
añora en el fondo más profundo de su alma
el ser amado.
A ambos -¡y también a nosotros!
la parábola nos da una respuesta a toda la nostalgia
y frustración decepcionada:
a causa de que “¡nadie me ama!”.
El alegre mensaje de Jesús suena:
Dios nos ama –
y esto de forma previa a todo mérito y
a pesar de toda culpa.

Amén.