Predigt zum Homilía para el Segundo Domingo de Cuaresma ©
28 Febrero 2010
Lecturas: Gn 15,5-12.17-18 y
Hb 11,8-22
Evangelio: Lc 9,28b-36
Autor: P. Heribert Graab S.J.
En las Lecturas de esta Misa
se trata de nuestra fe.
Se trata de que esta fe es más que
un sencillo tener por verdaderas
las verdades de la fe.
Se trata de que esta fe nos importa
totalmente y a fondo.
Se trata de que tenemos que aventurarnos
en esta fe con el corazón y el entendimiento,
con nuestra razón tanto como
con nuestras emociones,
con nuestra individualidad y con nuestras competencias sociales.

En primer lugar echemos una mirada a la fe
de Abraham.
No por casualidad, él pasa por ser el “padre de la fe”
para judíos, cristianos e incluso musulmanes.

La fe de Abraham significa sobre todo seguimiento de la llamada de Dios,
ponerse en camino – hacia lo incierto–
y por una promesa inverosímil
permanecer de forma continuada en camino,
exclusivamente por una confianza sin reservas
en la promesa de salvación de Dios:
“Él esperó contra toda esperanza.” (Rm 4,18)

Por amor a la promesa abandona su patria Haran.
Cambia el domicilio fijo por la tienda del nómada,
del eterno itinerante.
Sobre todo renuncia a la seguridad y a la protección,
que le ofrece el derecho de ciudadanía.

Va al extranjero, convirtiéndose en extranjero.
Lo que esto significa lo comprendemos más fácilmente cuando hoy nos figuramos la situación
de los refugiados.
Pero observemos también nuestro propio idioma.
“Extraño” tiene un significado similar a
“inquietante” y “fatídico”.
Nuestro vocablo “miseria” significa originalmente “extranjero”.
Pensemos en la “iglesia de la miseria” de Colonia,
que antes fue la iglesia del cementerio para extranjeros.

En Su gran discurso del Juicio Final, Jesús coloca a los extranjeros entre los hambrientos y los sedientos y los sin techo y los desnudos (Mt 25,35).
Y en latín la palabra “hostis” significa
simultáneamente “extranjero” y “enemigo”.

El domingo pasado se trataba de la libertad,
para la cual nos puede liberar la cuaresma.
Con este fondo es recomendable preguntar:
¿Hasta qué punto nos hemos instalado
en un mundo de la fe burgués, por no decir,
“pequeñoburgués”?
Un mundo con la seguridad de costumbres
con apariencias reglamentadas.
No falta nada:
Misa dominical, sacramentos, oración, valores cristianos…
¡La fe de Abraham es una fe totalmente distinta!

También la fe, a la que Jesús nos invita
es una fe de estar en camino:
“Yo soy el camino, la verdad y la vida.” (Jn 14,6)
Quien anda Su camino
-y no sólo algo o
o tiene ciertas frases por verdad-
conocerá mejor la verdad y encontrará la vida.
Por consiguiente, nosotros no “tenemos” la verdad,
más bien estamos en camino hacia la verdad.
Por consiguiente, nuestra fe vive de la esperanza-
no menos que la fe de Abraham.

Una característica esencial de la fe de Abraham es:
Que él vive desde el futuro y desde una meta,
movido por la confianza en la promesa de Dios.
La meta se circunscribe en la Sagrada Escritura
continuamente a la imagen de la “ciudad de Dios”.
Por consiguiente, también Abraham estaba en camino hacia aquella “ciudad con firmes cimientos,
que Dios mismo había planificado y construido”.
Finalmente esta imagen de la ciudad significa
la definitiva realización de toda la nostalgia
en Dios mismo:
“En todo ser humano hay un abismo,
que sólo Dios puede llenar.” (Blaise Pascal)

Esto mismo expresa Teilhard de Chardin
en el lenguaje de nuestro tiempo:
Para él Cristo es el punto omega-
la meta y la cumbre de un desarrollo esencial
e interior del mundo y del ser humano.
Teihard desarrolla una frase de Pablo:
“De Él, por Él y para Él es toda la Creación,
todo lo creado.” (Rom 11,36 + Col 1,16)
Quien comprenda esto, que toda la Creación y también nuestro mundo moderno se dirige a la plenitud de la vida eterna,
éste ha comprendido el tiempo
y es el ser humano nuevo que necesita el futuro.

Volvamos otra vez a Abraham
y contemplemos aquel acontecimiento tan incomprensible para nosotros,
que denominamos el “sacrificio de Isaac”.
Isaac es el hijo de la promesa
y, por así decirlo, la señal de su cumplimiento.

Lutero pone en su punto el aparente contrasentido de la exigencia de Dios y de la obediencia de Abraham:
“La razón humana no se cerraría sencillamente
a que la promesa no puede mentir,
pero esto no podía ser de Dios,
sino mandamiento del demonio…
pues si hay que matar a Isaac,
la promesa es vana e inútil;
pero si la promesa tiene que sostenerse ciertamente,
es imposible que esto sea mandato de Dios.
Yo digo de otro modo, que la razón no puede cerrarse.”

En el aparente ocaso del aniquilamiento de aquella promesa, el camino de fe de Abraham conduce por una extrema obscuridad,
como sucede con frecuencia en nuestro propio camino de fe.
Abraham habría podido desollarse
con la taladrante pregunta del “Por qué”:
¿Por qué me deja Dios en la estacada?
¿Por qué me alcanza este sufrimiento, este destino?

Nosotros conocemos esta pregunta demasiado bien
y nos hemos tambaleado con frecuencia con ella.
Pero esta pregunta está mal propuesta.
En ella resuena siempre la subliminal queja:
¡Yo no merecía esto!

La pregunta correcta suena así: ¿Para qué?
El “para qué” dirige nuestra mirada hacia delante,
nos libera a nosotros mismos de un círculo continuo alrededor nuestro y nos abre a Dios y a Sus planes de futuro con nuestra vida.

Con la mirada en el futuro de Dios y en Su promesa
Abraham está preparado incluso para elegir el camino de la muerte y del aparente fracaso,
únicamente con la confianza en la fidelidad y en el poder de Dios, que puede resucitar a los muertos.
Para terminar, aún una mirada al Evangelio:
También este Evangelio nos ayuda a comprender
lo que puede significar: fe.
Los discípulos experimentan algo muy excepcional,
que más tarde denominaron la “Transfiguración” de Su Maestro.
Ven a Jesús en una luz resplandeciente y con Él
dos figuras luminosas de la historia de su fe judía:
Moisés y Elías.
Ellos quisieran retener este momento dichoso:
“Maestro qué bien estamos aquí.
Queremos construir tres tiendas,
una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.”
Esto recuerda al Fausto de Goethe:
“¡Detente un momento! ¡Eres tan bello!”

También aquí en nuestra fe se dan momentos
tan luminosos:
Experimentamos nuestra fe como el sol:
La “fe está sencillamente aquí
Tú creces
y estás realizado
por el sentimiento
de la certeza
Dios está aquí
ahora
Tú percibes
en lo más íntimo de ti
de tu intimidad
Dios está aquí
Y esto es bueno”.

Pero después el Evangelio continúa diciendo:
“Llegó una nube luminosa y los cubrió con su sombra.
Entraron en la nube y se llenaron de temor.”
La nube –la antigua y bíblica imagen de la misteriosa presencia de Dios,
a veces llena de luz y de dicha,
pero con mucha frecuencia obscura, angustiosa o incluso terrible.
Y precisamente en esta situación se dice en el Evangelio:
¡Estaban solos –se sintieron solos–
ciertamente con Jesús!

Todos nosotros conocemos lo suficiente las partes obscuras de nuestra fe.
No nos sucede de forma diferente que a Abraham y también que a los discípulos de Jesús-
no sólo en el monte de la Transfiguración,
sino tanto más en el Gólgota.
En tales situaciones podemos recordar como cristianos:
Jesús está aquí,
Él es el ser humano encarnado “Dios con nosotros”.
Él es en todo semejante a nosotros –
también en la experiencia de soledad, temor, y de muerte agobiante.
Él también nos ha precedido en los obscuros caminos de nuestra vida y de nuestra fe.
Él nos ha precedido en la clara luz de la mañana pascual.

Amén.