Tercer Sermón Cuaresmal
“Eucaristía – Sacramento de la Comunión”
10 Marzo 2007

Lectura: Flp 2,5-11
Autor: P. Benedikt Lautenbacher S.J.
La celebración de la Eucaristía ocupa entre los Sacramentos, un lugar único y central. En ella se une todo lo que es esencial para la fe cristiana y necesario para la vida de la fe:
Dios, el Invisible, el Misterioso se ha abierto a los seres humanos y se ha manifestado. Se ha revelado en los acontecimientos de la historia, que personas creyentes han experimentado, interpretado y transmitido en las Escrituras Sagradas.

Sobre todo Dios se nos ha acercado en Jesús de Nazareth, el Crucificado y el Resucitado. En la Sagrada Escritura experimentamos su entrega. Él es el amor de Dios en nuestro centro, es el vínculo de la unidad, que nos une con Jesucristo y entre nosotros.

Todos nosotros, los que seguimos a Jesús, somos la comunidad de los creyentes, que desde los comienzos de la Iglesia se llama también “Comunidad del Espíritu Santo”. En la asamblea dominical la Comunidad hace consciente de nuevo este fundamento divino, celebra y experimenta la acción divina en nosotros.

Oímos su palabra, le alabamos y le celebramos con cantos y oraciones, traemos nuestros dones, nos presentamos nosotros mismos con ellos. Recibimos el Pan transformado y el Cáliz de la salvación y agradecemos al Padre que nos ofrezca en estos signos a Su Hijo. Nuestra fe debe fortalecerse y profundizarse cuando nosotros por el anuncio en la palabra de los profetas y de los apóstoles oímos la voz de Dios y su llamamiento.

Nuestra respuesta sucede en glorificación, pero también en nuestra conducta ante nuestros prójimos, nuestras “hermanas y hermanos” en la fe y ante todas las personas que nos necesitan.
Pues nuestra respuesta a Dios debe abarcar más allá del marco temporal y espacial de una asamblea parroquial, tiene que ser una respuesta de la vida diaria.

¿Cómo fue esto, entonces, en la “Última Cena”?

La “Cena” en inmediata cercanía con la fiesta de Pascua judía, tuvo lugar en la forma de una comida festiva judía. Forma parte de ésta (incluso hasta hoy) un rito de comienzo propio y una bendición semejante al final de la comida:
“Glorificado sea el Señor nuestro Dios, Rey del mundo, que hace salir el pan de la tierra.”

La comida de despedida festiva de Jesús tuvo lugar con la más seria disposición y con una tensión especial.
La situación se había agravado peligrosamente.
Jesús tiene que contar con su muerte próxima.

Para nosotros hoy es sobre todo importante lo que Él ahora hace por los ritos de la comida festiva para sus discípulos. En esta noche está interiormente revuelto y, sin embargo, preparado para perseverar en la renuncia a la violencia y en la bondad.
En esta sinceridad muy despierta de todos
Jesús expresa su unión con los que comen con Él.
Hace los signos comunitarios de la comida, la bendición del Pan y la bendición de la Copa, muy expresamente como signos de Sí mismo.

Cuando Él, después de la glorificación dice sobre la torta de pan: “Tomad y comed todos de él porque esto es mi Cuerpo, lo cual significa según el modismo aramaico: Esto soy Yo. Esto es mi existencia por vosotros y para vosotros.
Estad unidos a mí, formad comunidad conmigo. Participad en mi destino. Cuerpo y sangre son en la lengua materna de Jesús expresiones que significan respectivamente el ser humano en su totalidad.
Por eso, los Apóstoles pueden decir más tarde de forma natural: “Se entregó a Sí mismo por nosotros.” (Gal, Ef).

En la comida de despedida de Jesús en la “tarde del Jueves Santo” están el rito de entrada con el pan y  de despedida con el cáliz muy separados (en el tiempo). Formaban, en cierto modo, el marco litúrgico de la Cena. En la celebración eucarística postpascual están ambos ahora inmediatamente uno tras otro y se han convertido en el contenido central de la Misa.
Pues el comer de su Pan y el beber de su Sangre, unidos al conocimiento de la Resurrección de Jesús, convierten esta “comida pascual” en el lugar de la nueva comunidad con Él en el Espíritu Santo.
Para los creyentes estos ritos de comida son
más que un signo de unión humana de los que celebran. Se convierten más bien en expresión de la certeza:
¡Jesucristo, el Crucificado y Resucitado está en medio de nosotros!

Diferentes nombres de esta celebración:

La celebración del servicio divino dominical de la Iglesia ha tenido desde sus comienzos diferentes nombres.
Estos señalan respectivamente un determinado aspecto, pero se refieren a la celebración total.
En primer lugar todos los nombres describen conjuntamente la total riqueza de este importantísimo servicio divino:
Pablo habla de la “Comida del Señor”,
siendo el primero en informar sobre la comida de despedida de Jesús (1 Cor)

Los discípulos de Emaús reconocen a Jesús en la “fracción del Pan”.
“Perseveraban en la enseñanza de los Apóstoles y en la comunidad, en la fracción del Pan y en la oración,” (Hch 2,4)
“Comunión” es la forma más clara de la palabra latina “communio” = comunidad (Primera Comunión, ir a comulgar)
“Cena” : este nombre se ha difundido sobre todo en la Iglesia evangélica. Recuerda que la última comida de Jesús con sus discípulos tuvo lugar “por la noche, antes de la Pasión...”
“Santa Misa”: término usual en la Iglesia católica.
El nombre hace suya la despedida al final de la celebración: “¡Ite, missa est!” – “¡Id, es la misión!”
“Celebración eucarística”: En la línea de la forma litúrgica del Concilio Vaticano II (1.962-1.965) este valioso nombre bíblico se hizo de nuevo popular. El verbo griego “eucharistein” significa “dar gracias”.
Este nombre de la primitiva Iglesia hace suyas las palabras de Jesús sobre el Pan y el Vino:
“Tomó el Pan y dio gracias, lo partió y se lo dio a sus discípulos...”
En la celebración eucarística damos gracias con Jesús a Dios Padre por sus grandes acciones, su bondad, su fuerza y su gloria.

¿Qué sucede en la Santa Misa?

En nuestra asamblea eucarística, Jesucristo entra en persona en nuestro centro – con su Palabra y sus dones eucarísticos de Pan y Vino.
Llega a nosotros con toda la fuerza total de su afecto por los débiles, por los descarriados, por los pecadores; Él viene con el empuje conmovedor de su misericordia.
Llega a nosotros como el Glorificado por medio de su Pasión.
Sus estigmas, que Él muestra a los discípulos que dudan, justifican: Su destino, su predicación y su salvación, sus esfuerzos y sus decepciones, su Pasión y su Muerte cruel – el dramatismo total de su destino terrenal está encerrada en su corporeidad:
Mi Cuerpo entregado por vosotros, mi Sangre derramada por vosotros. Él viene con su entrega.
Él nos regala su vida.

Un nuevo servicio divino

Las primeras confesiones de fe describen la entrega vital de Jesús como nuevo “servicio divino”.
Sobre todo la Carta a los Hebreos comprende la muerte de Jesús como oblación y como acción “sacerdotal” de Jesús. Cuando allí se dice que Jesús no entró, como el Sumo Sacerdote judío, en el Sancta Sanctorum con la sangre de machos cabríos y toros, sino que entró con su propia Sangre en la eterna tienda de Dios (Heb 9,11), entonces manifiesta la novedad: los sacerdotes del Templo ofrecían antiguamente un don, que respondía por aquellos que presentaban este animal como inmolación.

Pero en Jesús queda abolida la división de la ofrenda sacerdotal y la ofrenda. Él se hace a Sí mismo don. Y ciertamente esta auto-ofrenda por amor es el nuevo servicio divino, la nueva forma de entrega a Dios. Ya ninguna sangre substitutoria de animal,
sino la propia vida.

En ello ven los Apóstoles una nueva forma de sacerdocio:
Jesús era, según la comprensión coetánea, “Laico”.
No pertenecía a la tribu judía de Leví, que presentaba a los sacerdotes del Templo.
Pero ahora Él es llamado “Sacerdote”, único Sumo Sacerdote, porque en esta ejecución externa,
Jesús mismo internamente se abandona y se entrega en totalidad.
“Cristo nos ha amado y se ha entregado por nosotros como don y víctima”, dice la Carta a los Efesios (2,59).

Su misión desinteresada por otras personas se une en esta Muerte. También –dicho en metáfora- como personas obcecadas rechazan sangrientamente la mano tendida de Dios,
la misericordia de Dios no golpea en el poder aniquilador sino que se mantiene en silencio.
¡Tan grande es el ilimitado Amor de Dios!

En todo caso los Apóstoles intentan hacer comprensible este acontecimiento incomprensible en último término. Pablo escribe:
“Si Dios está con nosotros ¿quién está contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo,
sino que lo entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no va a darnos gratuitamente todo?
(Rom 8,31)

Juan dice algo semejante:
“Dios ha amado tanto al mundo, que le ha entregado a su Hijo único para que todo el que crea en Él no perezca sino que tenga la vida eterna.” (Jn 3,16)

La entrega de Jesús es expresión del afecto de Dios.
Dios nos entrega a su Hijo. ¡Dios nos “ofrenda” a su Hijo! Ésta es verdaderamente una idea que pone del revés todo discurso actual sobre sacrificio.
En muchas religiones ofrecían y ofrecen sacerdotes encargados víctimas para predisponer y reconciliar a la divinidad de forma indulgente.

Pablo se reconoce como uno de los primeros que cambia completamente el modo de mirar con:
¡Dios nos ofrece reconciliación!
Él toma la iniciativa para salvar la ruptura entre nosotros y Él. Él envía a sus profetas y finalmente a Jesús, su Palabra encarnada:
¡Coged la mano tendida de Dios!
Así predica Pablo: “¡Dejaos reconciliar con Dios”! (2 Cor 5,20)
La nueva y única víctima, la reconciliación regalada entre Dios y nosotros, tiene a Dios como autor y receptor. Dios actúa primero. Él da y nosotros recibimos y agradecemos.
Así las palabras “sacrificio” y “actuar sacerdotal” se definen en los Apóstoles de forma fundamentalmente nueva: La entrega de la vida de Jesús es su sacrificio.
Él es sacerdote, porque Él mismo es simultáneamente don.

Pero no sólo es esencial la mirada sobre nosotros,
sino también la mirada sobre el Padre. Jesús no es una instrumento sin voluntad en las manos de Dios, sino un ser humano con total disposición para conocer los caminos de Dios. En Él vive la esperanza de poder cumplir la misión de Dios,
en Él crece la necesidad, ya que la situación se agrava peligrosamente el Jueves Santo.
Cuando Jesús entra en el impenetrable y tenebroso destino mortal, se entrega obediente y confiado a la incomprensibilidad del Padre.
La más elevada veneración a Dios es esta confianza incondicionalmente amorosa.

Cuando los Apóstoles hablan del “sacrificio” de Jesús, se refieren por consiguiente al uno con otro y al uno dentro del otro de estos dos movimientos que unen a Dios y al ser humano indisolublemente:
La entrega del Hijo por medio del Padre a nosotros y la entrega del Hijo del Hombre al Padre.

¿Qué significa esto ahora para nosotros y para nuestro servicio eucarístico?

El Papa León Grande (+ 461) lo ha formulado así:
“La participación en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo actúa de manera que nos convertimos en lo que recibimos”. Y él quiere decir esto: Recibiendo el Cuerpo de Cristo, nos convertimos en miembros de su Cuerpo y quedamos comprometidos en el destino de su Cuerpo. El sacrificio de la vida de Jesucristo se hace presente y quiere unirse con nosotros.

Todo el Cuerpo de Cristo, cabeza y miembros, se convierte en “don sacrificial”. Esto se expresa con la imagen bíblica de la comunidad de Cristo reunida celebrando la Eucaristía. Por eso Pablo escribe a los cristianos de Roma: “Ofreceos vosotros mismos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios. Éste ha de ser vuestro auténtico culto.” (Rom 12,1)

En este verdadero servicio divino del Amor debemos entrar con toda nuestra existencia.
Esto significa que también nosotros nos dejamos comprometer en ambos movimientos, que hemos contemplado por la vida y la muerte de Jesús.
Dios sale a nuestro encuentro:
“Vosotros sois mis hijos amados a pesar de todas las resistencias”. Este afecto que se expresa en el riesgo vital de Jesús no debe tener parada en nosotros, sino que debe continuar actuando y resplandeciendo en otras personas.

La misión del Hijo se convierte en misión de todos sus miembros: “¡Como el Padre me ha enviado, así Yo os envío a vosotros!” Difundid el alegre mensaje, ofreced la reconciliación de Dios, adjudicad esperanza y confianza, dad a conocer sus promesas ayudad y curad en la fuerza y en la misión de Dios, sed su boca, sus manos, su instrumento.

También para nosotros el futuro es incierto.
Sin embargo, si dirigimos la mirada con completa esperanza a Jesús y al desenlace de su vida, a la Muerte y a la Resurrección, nos unimos a su amor al Padre, entonces somos introducidos en la gran Comunión que es vital entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo.

En la medida en que nos dejemos incluir en el amor a las personas y al Padre, nos convertiremos nosotros mismos en sacrificio.
Entonces nuestra vida se hace cada vez más ofrenda de gratitud, que no sólo en la hora de la celebración eucarística, sino en todo el fatigoso vivir diario acontece.
San Agustín lo pone en su punto:
“¡Dios no quiere tu ofrenda, te quiere a ti!”

Amén.