Homilía para el Segundo Domingo de Cuaresma (C)
4 Marzo 2007

Evangelio: Lc 9,28b – 36
Autor: P. Heribert Graab S.J.
Nuestra fe refleja e interpreta este mundo.
Éste es, ciertamente en nuestra época postmoderna, inabarcable y desconcertante.
Luz y sombra no están claramente separadas una de otra.
Y, sin embargo, está la total realidad en toda su complejidad entre el arco de tensión del bien y del mal,
de lo humano y lo inhumano,
conforme al Reino de Dios o antagónico a él.

Dios mismo se expone a esta tensión enorme,
encarnándose en Jesús de Nazareth.
Los Evangelios de los dos primeros domingos de Cuaresma señalan los polos de este arco de tensión.

El domingo pasado – la “tentación de Jesús”.
Ésta Le confronta con las fuerzas del mal:
Con la aspiración centrada en el yo
según el poder, la riqueza y el afán de prestigio –
todo esto personificado en la figura de “Satanás”.

Hoy, en el relato de la Transfiguración,
la confrontación con el Dios vivo,
que se manifiesta como el Dios de Abraham, de Moisés y de Elías.
Por consiguiente, se manifiesta como el Dios de la historia y de las promesas cumplidas.
Se manifiesta como el Dios fiel de la Alianza,
continuamente ponen su confianza cada uno en particular y el pueblo en su totalidad;
y no quedaron defraudados.

Ya en el relato de las tentaciones quedó claro:
Dios no abandona al ser humano Jesús de Nazareth,
tampoco en tiempo de apuro;
Él le da fuerza para resistir la tentación.
“El demonio Le dejó”, se dice
y “llegaron los ángeles y Le sirvieron.” (Mt 4,11)

De modo semejante se produce la experiencia de Dios en el monte de la Transfiguración
para Jesús mismo y para sus acompañantes
como afirmación de la cercanía de Dios
y con ello como fuente de fuerza para el camino
hacia el Gólgota en el aparente abandono de Dios.

Hoy nosotros necesitamos más esta experiencia de la segura cercanía de Dios y, al mismo tiempo, saber que podemos construir sobre Él.
Una importante suposición de ello es que nosotros miramos y clarificamos nuestra imagen de Dios hasta qué punto corresponde a la imagen del Dios de Jesús – por consiguiente, a la imagen del Dios bíblico -.
Pues nosotros sólo podemos fundamentar toda esperanza en el dios de Jesucristo,
que quiere despertar en nosotros el Evangelio de hoy.

Como creyentes cristianos hablamos casi sin interrupción de “Dios”.
Pero nuestras representaciones de Él
- con frecuencia inconscientemente -
están grabadas por influjos muy diferentes a los del anuncio del Dios bíblico y jesuánico.

Todos nosotros estamos más o menos influenciados por el ideario de la Ilustración,
que ha impregnado toda una época.
Probablemente los creyentes cristianos apenas seguirán las ideas de Feuerbach o de Marx,
que vieron en “Dios” una proyección de las “debilidades”.
Pero también se encuentra entre los cristianos
una comprensión de Dios no personal,
como ya conocía la antigüedad clásica:
“Dios” – el principio supremo del mundo;
o “Dios” – la idea del bien.
Es evidente que:
Para Jesús y Sus acompañantes en el Monte de la Transfiguración no fue ni un “principio” ni una “idea”, sino que se convirtió en fuente de esperanza y de fuerza interior, que les hizo posible superar el Viernes Santo y abrirse a la Luz de la mañana de Pascua.

Condición previa de una experiencia de Tabor era y es la imagen bíblica del pueblo de Israel:
Un Dios, que no sólo ha creado este mundo y a estas personas,
sino que permanece unido a Su Creación y se nos comunica como un “Tú” personal comprometido en la salvación de los seres humanos.
Un Dios que se “enreda” realmente en nuestro mundo e historia.

Una posterior representación de la experiencia del Tabor es el fomento de una relación personal de Dios:
Se dice de Jesús que Él se retiraba continuamente a la intimidad de Su relación con el “Padre” para orar.
Evidentemente esta relación muy personal e íntima se fundamentó ya en Su niñez:
“¿No sabíais que tengo que ocuparme de las cosas de mi Padre? (Lc 2,49)
Mas tarde esta intensa relación con Dios y la fuerza de Su oración fue tan fascinante para Sus discípulos, que le pedían:
“¡Señor, enséñanos (también) a nosotros a orar (así)!” (Lc 11,1)

Toda experiencia de Dios y también la experiencia de Jesús en el Tabor y de Sus discípulos es ciertamente un “regalo”, que naturalmente no se basa en el “esfuerzo” y que aún menos se puede forzar.
Pero es una condición previa indispensable para que este regalo pueda “llegar” a nosotros:
Que nosotros internamente estemos preparados y abiertos para el cultivo de nuestra relación con Dios, para el cultivo de una fe muy natural y viva.

Para la compresión de esta conexión interior ayudan las experiencias interpersonales:
Un beso o un abrazo son insignificantes si no estamos llenos de un amor vivo y cultivado.

No pocos cristianos esperan de Dios consolación y auxilio en situaciones de necesidad, de sufrimiento y de angustia.
Rápidamente tienen a mano preguntas llenas de reproches:
¿Por qué lo permite Dios?
¿Por qué soy víctima de este sufrimiento?
¿Por qué Dios no escucha mi oración en esta necesidad?

Apenas nadie llega a la idea de confesar:
Mi relación con Dios está “oxidada”. No va a lo profundo porque yo –en general – sólo he orado superficialmente.
Para mí todo lo demás era más importante que mi relación con Dios y ahora sencillamente me falta la capacidad para percibirle.

Más de uno puede eructar por la acritud de la moral,
si tomo el Evangelio como ocasión, para sugerirnos  a todos nosotros que consideremos esta cuaresma como un tiempo de oración, como un tiempo de atención a la relación con Dios.

Moral por aquí, moral por allá –
si no cuidamos una relación interpersonal,
no nos debiéramos quejar después
sobre cascotes de vidrio.
Y si no cuidamos nuestra relación con Dios, debiéramos ahorrarnos las preguntas llenas de reproches que Le dirigimos.

Lancemos una mirada a la espontánea reacción algo ingenua de los discípulos:
“¡Qué bien se está aquí! ¡Déjanos construir tres tiendas!”
Con cuanto gusto pensamos y decimos también nosotros en un momento de felicidad:
“¡Quédate, eres tan hermosa!”
En el fondo de nuestro corazón sabemos que la dicha no se deja encadenar y conservar para todas las épocas.
Esto es válido para la dicha de una experiencia de relación profunda entre personas del mismo modo que para la experiencia de Dios de una fe viva.

Wilhelm Willms dijo una vez,
que debíamos presentar las manos abiertas a la felicidad,
de la misma manera que con gran paciencia y atención presentamos las manos abiertas a una mariposa –
con la esperanza de que quiera bajar.

Esta atención paciente y concentrada nos la deseo
a todos para nuestra relación con Dios.
Es el fruto de un actitud interna de oración.
Supuesta ésta – podemos también esperar nuestras experiencias del Tabor muy personales.

Amén.