Homilía para el Tercer Domingo de Adviento
del ciclo litúrgico B

11 Diciembre 2011
Lectura: Is 61,1-2a; 10-11
Evangelio: Jn 1,6-8; 19-28
Autor: P. Heribert Graab S.J.
Cuando era niño experimenté la llegada del
“gran Führer” en mi ciudad natal.
Nosotros uniformados estábamos destacados
a lo largo de su itinerario para cubrir la carrera.
Y como éramos pocos para todo el recorrido,
nos apresurábamos a paso de carrera por las calles laterales para incorporarnos de nuevo delante de la multitud jubilosa.
No es posible imaginarse lo que hubiese sucedido
si uno de nosotros hubiese dicho:
¡Yo no participo en este teatro!

Incluso aún hoy, en nuestro estado de derecho democrático, me asalta un mal sentimiento
cuando son anunciados los “grandes” de este mundo.
Entonces se bloquean las calles,
las bocas de las alcantarillas quedan tapadas
y se movilizan fuerzas de seguridad discretamente inoportunas.
Por desgracia también sucede esto (y quizás tiene que suceder así), cuando llega el Papa,
aunque representa a Aquel que llegó
a nuestro mundo muy discretamente como un niño pequeño en un establo ante los portones de Bethlehem.
Ahora en estos días celebramos y esperamos continuamente de nuevo esta sencilla llegada del propio Dios.
Él es para nosotros el “Todopoderoso”,
el Soberano y el Rey de todo el cosmos,
Señor de todo nuestra vida personal.
En la liturgia Le celebramos como el Santo, el Fuerte, el Inmortal.
Por consiguiente, nos lo hacemos demasiado fácil cuando arrastramos el establo de Bethlehem hacia los palacios de los reyes de este mundo.
La revelación bíblica y nuestra realidad creyente están más diferenciadas.
Ciertamente esto se puede descubrir muy bien en la liturgia del Adviento.

En estos días del Adviento, nos acompañan casi diariamente las promesas del profeta Isaías.
Juan Bautista recurre a la profecía de Isaías, cuando habla de la preparación de la llegada del Mesías
como se trataría la llegada del gran rey persa:
“Yo soy la voz (del heraldo), que clama en el desierto:
¡Allanad los caminos del Señor!”
En Isaías este ritual de la llegada del rey se continúa exponiendo y referido a la llegada prometida de Dios:
“¡Construid en la estepa una calzada recta
para nuestro Dios!
Todo valle se debe elevar,
Toda montaña y toda colina se debe bajar.
Lo que es escabroso, debe allanarse
y las breñas hacerse llanas.” (Is 40,3 ss)

Por otra parte, en la Lectura de hoy, hace decir
al Ungido del Señor (es decir, a Cristo):
“Él –Yahwe- me ha enviado, para que anuncie
a los pobres un alegre mensaje y cure a todos los que tienen el corazón destrozado,
para que anuncie la excarcelación a los presos
y la liberación a los encadenados,
para que proclame un año de gracia del Señor.”

Jesús mismo se confiesa ante Pilatos como Rey,
pero añade al mismo tiempo:
“¡Mi reino no es de este mundo!” (Jn 18,36)
Jesús ya ha dejado claro como hay que comprender esto cuando les contestó a los discípulos de Juan,
que le preguntaban:
“Id y decid a Juan lo que veis y oís:
los ciegos ven de nuevo y los cojos andan;
los leprosos quedan limpios y los sordos oyen;
los muertos se levantan y a los pobres se les anuncia el Evangelio.” (Mt 11,5)

Por consiguiente, se trata de un reino del Ungido de Dios, que está totalmente al servicio de los seres humanos y, especialmente, al servicio de los pobres y enfermos.
Por estos “pequeños” aboga Cristo,
no sólo con Sus palabras y ni siquiera sólo en lo que Él les hace.
Más bien ya comparte con estos “pequeños”
la pobreza de Su nacimiento.
Por consiguiente, Su “Reino” es radicalmente y desde su total comienzo, fundamentalmente diferente de todo “Reino” de este mundo.

En este sentido, la juventud católica, durante los tiempos del nacionalsocialismo, se ha retirado de
su ideología dominadora, mediante la celebración de la fiesta de Cristo Rey.
En este sentido también alumnos y estudiantes
de la Liga Neudeutschland en los años setenta
han formulado de forma programática:
“El dominio de Dios es alternativa
a todo dominio humano pensable.” (Plataforma de la KSJ)

Esta alternativa del dominio de Dios se ilumina
de otra forma y aún más radiante, en una fiesta que la Iglesia celebró el pasado jueves:
La fiesta de la Virgen y Madre de Dios, María,
concebida sin pecado original.
Aunque la elección de la fecha para esta fiesta
no tiene nada que ver con el Adviento,
hace una directa referencia al Adviento:
María es más aún que Juan el Bautista y,
en un sentido muy inmediato y tomado al pie de la letra, es “precursora” de la llegada de Dios al mundo.
El 8 de Diciembre celebra la Iglesia que María ya desde el primer instante de su existencia es liberada por la gracia de Dios de todo influjo de pecado y de culpa humana.
Una imagen puede ayudar a comprender lo que esto significa:
A través de la historia de la humanidad completa el pecado y la culpa humana, por así decirlo, han “apestado2.
Como CO2 cada vez se acumula más en el ambiente y enferma a los seres humanos,
de la misma forma estos “virus” del pecado y de la culpa.
Nosotros tenemos la más antigua y, al mismo tiempo, nociva “contaminación ambiental”.

De esta área de influencia es sacada María desde el comienzo de su vida.
Ella puede ser de forma programática “Madre de Dios” y precursora de su Hijo.
En ella está anticipado lo que será el Reino de Dios en su plenitud:
Una comunidad de seres humanos libres –
libres de egoísmo, de ambición de poder,
de injusticia y de violencia;
libres para todo lo que hace humana la relación de unas personas con otras.

Como seres humanos somos todos llamados al seguimiento de Jesucristo para vivir esto en la libertad preformada de María con todas nuestras fuerzas y capacidades, para que también hoy sea cada vez más Adviento.
Nuestra aportación práctica a ello es que la petición diaria “Venga a nosotros tu Reino” sea más que un tintineo rutinario.

Amén.