Homilía para el Primer Domingo de Adviento
del ciclo litúrgico B

27 Noviembre 2011
Lectura: Is 63,16b-17.19b; 64,2b-7
Evangelio: Mc 13,24-37
Autor: P. Heribert Graab S.J.
En los textos litúrgicos sobre el fin del año
se trata continuamente del “tiempo final”.
Éste es el tiempo de Jesucristo –
entre Su primera y segunda venida,
por consiguiente entre Su Encarnación
y Su vuelta para el Juicio.

Es un tiempo de enfrentamiento entre los poderes de este mundo y el poder de la justicia y del amor de Dios.
Por consiguiente, es un tiempo de decisión para ponerse de un lado u otro lado de esta lucha.
En este tiempo hay que estar vigilante para que no le engañen a uno los poderes del mal,
que con frecuencia actúan como lobos
con piel de oveja.

Los textos del final de los tiempos de la Biblia
describen la lucha de los poderes antagónicos
en parte en imágenes espantosas del fin del mundo,
en parte en visiones aterradoras de catástrofes naturales y de destrucciones catastróficas realizadas por la mano del ser humano.
Pero, por otra parte, también se hace resaltar continuamente que la justicia de Dios triunfará de forma incalculable.
Hoy en el Evangelio suena así:
“Entonces se verá venir al Hijo del Hombre
(es decir, Cristo) entre las nubes con gran poder y gloria.”

Acto seguido también se dice en el Evangelio de hoy:
“Cuando veáis que sucede todo esto, debéis saber que el final está a la puerta.”
Estas palabras de Jesús desde el principio y en la historia hasta el día de hoy han conducido a confusiones considerables.
Casi todas las generaciones experimentaron catástrofes de monstruosas dimensiones.
Y continuamente hubo y hay personas,
que en tales catástrofes reconocen la advertencia segura del final inmediatamente inminente.
Con esto, ellos ven confirmado lo que Jesús
 Jesús añade aún:
“Esta generación no pasará,
hasta que todo esto se realice.”

Por otra parte, estos profetas de calamidades 
no se fijaron y no se fijan intencionadamente,
en lo que Jesús, por así decirlo, acentúa en la misma inspiración:
“Nadie conoce el día ni la hora,
tampoco los ángeles en el cielo,
ni siquiera el Hijo,
sino sólo el Padre.”
Este no saber del Hijo,
ha inducido incluso a Jesús de forma manifiesta
a la aceptación equivocada de la llamada “espera próxima”.

Por consiguiente, tenemos que vivir con la irresoluble tensión que se halla en estos textos:
Por una parte, el final de ese mundo y de nuestra historia llegará con certeza.
Por otra, el futuro no se puede prever.
Pero también debemos confiar en que no retienen la superioridad los “príncipes de este mundo” y sus sistemas de poder,
sino el “Hijo del Hombre” de Dios.

El libro de Daniel presenta este título del Mesías.
En una visión de Daniel aparecen cuatro bestias enormes, cada una más cruel y espantosa que la otra.
Pero todos estos despóticos animales de presa, también tienen que abandonar la escena de nuevo
y dejar el sitio a monstruos más fuertes.
Pero al final no triunfa la bestialidad cruel
sino la humanidad del Hijo del Hombre.
Su poder es más que un episodio:
Su poder es un poder eterno e imperecedero.
Su Reino no se extingue nunca. (cf. Dn 7,2-14).

La victoria de la filantropía de Dios sobre toda
la falta de humanidad de este mundo se evoca
cuando Jesús habla de sí como el “Hijo del Hombre”.
Por eso, también se dice en el Evangelio de hoy “Entonces se verá venir al Hijo del Hombre con gran poder y gloria entre las nubes.”

El Adviento provoca en nosotros la vigilancia
con el fin de estar preparados para el día de la segunda venida de Cristo,
para poder salir a Su encuentro “con las lámparas encendidas”.
Esto no significa naturalmente una “vigilancia pasiva”, que es vencida fácilmente por el sueño.
Significa más bien una vigilancia activa,
significa que la filantropía de Dios aquí y ahora ya vive.
En una persona, que actúa de una forma verdaderamente humana ¡ya está el Hijo del Hombre actuando en este mundo!

En la confianza de la venida del Hijo del Hombre
y de la plenitud del Reino de los Cielos,
el Adviento despierta al mismo tiempo en nosotros la nostalgia.
La Lectura de Isaías halla para esta nostalgia
una formulación maravillosa y plástica,
una formulación, que el jesuita Friedrich Spee
ha expresado poéticamente en 1622 en una canción aún hoy emotiva:
“¡Que se rasgue el cielo y baje!”

Con la canción de Friedrich Spee nos confesaremos, al mismo tiempo, nuestra propia nostalgia y con ella nuestra fe.
(Alabanza de Dios 105/1-6).
Amén.