Homilía para el Segundo Domingo de Adviento
5 Diciembre 2010
Lectura: Is 11,1-10
Autor: P. Heribert Graab S.J.
Ya pronto innumerables personas se desearán mutuamente una fiesta de Navidad llena de paz.
Todos sabemos que este deseo en la mayor parte
de los casos no es mucho más que una amable
fórmula retórica.
Este deseo podría llegar a ser un poco más auténtico,
si viésemos el Adviento de forma muy consciente como un tiempo de esfuerzo personal para la paz.

Ahora mismo, hemos escuchado en la Lectura
la visión de paz de Isaías todavía de una hermosura fascinante.
En el fondo de esta visión están las malas experiencias con el poder político concreto de aquella época y
con sus catastróficas consecuencias para la convivencia de las personas.

En la visión halla su expresión la nostalgia de justicia
y paz  y la esperanza de un soberano,
que gobierne totalmente desde Dios y esté colmado
de dones del Espíritu Santo.
Él pone su poder al servicio de la salvación de los pobres y humildes.

Además se trata de un nuevo orden social fundamental,
que lleva los rasgos del paraíso.
Más aún-
se trata de una transformación interno del propio ser humano:
Ya no hay ninguna maldad ni ninguna injusticia
porque todo el país está lleno  “del conocimiento del Señor”.
El fruto de esta transformación es una paz amplia –
señalada en estas maravillosas imágenes de la naturaleza.

No es ningún milagro, que esta visión de Isaías conmueva profundamente a las personas de todos
los tiempos y precisamente también a nosotros.
Esta visión expresa nuestra propia nostalgia
de un modo poéticamente inigualable.

Naturalmente nosotros somos conscientes de que la plenitud de nuestra nostalgia de una paz vasta sólo puede ser un regalo de Dios.
Esperamos este regalo de la paz de Dios,
este regalo lo esperamos tan llenos de confianza
que esta espera la celebramos en Adviento.

Pero, al mismo tiempo, también sabemos lo indispensable que es nuestra colaboración.
Una paz completa comienza por nosotros mismos
y lanza olas como una piedra, que es arrojado al agua.
Hay aquí una paralela con el “triángulo” del mandato del amor de Jesús:
•    se trata de la paz con Dios;
•    se trata de la paz con el prójimo;
•    y sin olvidar que se trata también de la paz con uno mismo.
Quien no vive en paz consigo mismo, apenas puede vivir en paz con su prójimo y con Dios.

Una condición previa esencial para la paz es mirar “con buenos ojos”:
•    mirarse a sí mismo con buenos ojos,
•    mirar al prójimo con buenos ojos,
•    con los buenos ojos de la fe, también mirar a Dios.

Mirar con buenos ojos, significa mirar con los ojos
de Jesús.
Jesús mira con ojos de amor.
Por consiguiente, se trata de mirarme a mí mismo amorosamente.
•    Entonces yo descubro en mí lo que es digno de ser amado.
•    Entonces entro en el fondo de lo que yo clasifico como déficit, de lo que me enoja.
•    Entonces descubro también las perspectivas ocultas y las posibilidades.
•    Entonces aumenta en mí el ánimo, “para crecer con mis talentos”.
•    Entonces puedo de todo corazón decirme “Sí” a mí mismo.
•    Entonces puedo alegrarme de mí mismo.
•    Entonces puedo estar agradecido, contento y quizás feliz de lo que hay en mí.
“Contento” (zufrieden, en alemán) tiene algo que ver con la paz (Frieden) en mí mismo.

Como persona contenta, también puedo mirar con buenos ojos a los demás.
Como persona contenta, no necesito ser envidioso.
Tampoco puedo envidiar algo a otros, sino alegrarme con ellos.
El dicho “Poder no envidiar” de Colonia es un importante instrumento para crear paz en mi entorno.

Como persona contenta, que vive en paz consigo mismo, soy casi “automáticamente” una persona agradecida:
Agradezco al Dios de la vida que me haya creado así y no de otra forma.
Vivo en una paz interior con Dios y experimento consciente y agradecidamente día tras día el amor,
con el que Dios me abraza.
Fe agradecida es fe alegre, que actúa contagiosamente sobre otros y siembra la simiente de la paz, también donde yo vaya.

Todo esto tiene mucho que ver con los dones del Espíritu, que cuenta Isaías en su texto visionario.
Mirar con buenos ojos, además me hace capaz del don de la sabiduría.
Y, al mismo tiempo, la sabiduría de una persona
crece cuanto más logra mirar con buenos ojos.

Mirar con buenos ojos – esto conduce como la palabra ya sugiere- a la comprensión y con ello al conocimiento de las conexiones interiores.
Mirar al mundo, a los seres humanos y a mí mismo con buenos ojos:
•    me da fuerza y vigor,
•    me deja descansar en mí mismo y en una fe alegre,
•    que anima a las personas a buscar en mí consejo,
•    que me ayuda a estar en fidelidad con Dios y a dejarme fascinar continuamente por Él.

Nada diferente significa la palabra algo anticuada y difícil de comprender del “temor de Dios”.

Dejen volar un poco su fantasía:
Imagínense que todo esto tiene lugar no sólo en ustedes y en su entorno próximo,
sino que más bien en muchos lugares y mediante muchas personas se multiplica esta mirada sobre la realidad y la transforma.
Y permítanse la visión audaz de que todo esto arrastra también a todos los que hacen política en el mundo.
¿Qué sucede entonces?

Ciertamente sucederá lo que Isaías ve ante sus ojos interiores:
“Ya nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi santo Monte, porque la tierra estará llena del conocimiento del Señor, así como el mar está lleno de agua.”

Expresado de otra forma:
Cada vez más este mundo es un mundo de paz.
Ya no darán el tono, los que se preparan para la guerra;
sino aquellos que se han puesto al servicio de la paz.
Aquella realidad futura, que nosotros llamamos con Jesucristo “Reino de Dios”, ahora ya se vislumbra.
Adviento – la llegada del Príncipe de la Paz- se cumple.
El mensaje navideño de alegría de los ángeles a los pastores de Bethlehem se hace palpable:
“Gloria a Dios en las alturas
y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.”

Amén