Homilía para el Domingo Cuarto
de Adviento C
20 Diciembre 2009
Evangelio: Lc 1,39-45
Autor: P. Heribert Graab S.J.
Una contemplación sobre un cuadro de Rembrant: La Visitación, 1640.
Sugerencias particulares de Jörg Zink (Biblioteca de Diapositivas, Bd. 18)
Hemos escuchado ahora mismo – a mi juicio –
una de las historias más hermosas del Evangelio:
una historia profundamente humana del encuentro de dos mujeres.

 

Esta escena fue representada a menudo
por los artistas.
Rembrant traslada este encuentro al ambiente
de la clase media alta de su tiempo:
Se emprende un largo viaje a caballo.
Y naturalmente, un servidor se ocupa de la cabalgadura,
mientras una muchacha de origen extranjero
le quita el manto a María.

María está subida en el descansillo de la escalera
ante un suntuoso arco para saludar a Isabel.
Detrás de Isabel, aparece también Zacarías,
apoyado en un muchacho –
manifiestamente un hombre de edad, achacoso.
También Isabel es ya “de avanzada edad” (Lc 1,7).
Parece depender de un bastón.
Pero, en este momento del amistoso encuentro,
parece innecesario.

Rembrant subraya la edad de ambos
por medio de la evidente antigüedad del arco y
del descansillo de la escalera,
en los cuales los estragos del tiempo han dejado
sus huellas.
La dicha de la mujer anciana resplandece así más claramente para librarse de la vergüenza de su falta de hijos.

Como sucede tan a menudo en Rembrant,
en esta pintura se trata también de la luz –
ciertamente no sólo de la luz de la dicha humana.
Rembrant trata sobre todo de
“la luz que viene de lo alto” (Lc 1,78)
que se nos otorga
“por la misericordia de nuestro Dios.”
Es el momento de la plenitud del Espíritu,
el que Rembrant retiene.
Captada por la luz, Isabel comprende la sucesión de los hechos,
puede relacionar su propia y verdaderamente incomprensible dicha con la promesa,
que se dio a María:
“Bendita tú eres entre todas las mujeres
y bendito es el fruto de tu vientre.
¿Quién soy yo para que me visite la Madre
de mi Señor?”

También María está en este momento
llena de la luz del Espíritu de Dios:
“Engrandece mi alma al Señor
y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador,
porque ha puesto los ojos en la humildad
de su esclava.
Por eso, desde ahora, todas las generaciones
me llamarán bienaventurada.” (Lc 1,46 ss).

Ambas mujeres perciben lo que sucede en la otra,
lo que la mueve, lo que es su vocación
y que Dios realiza por medio de ella algo extraodinario.
Así recae algo de la luz divina también sobre los presentes,
y no en último lugar, también sobre todos nosotros,
que contemplamos esta imagen
y que ya nos abrimos en este tiempo de Adviento
día tras día a la luz que viene de lo alto.

Nosotros podemos aprender algo sobre lo esencial de nuestra fe en el encuentro de estas dos mujeres:
La fe en Dios judeo-cristiana tiene desde el principio
una estructura dialógica, personal.
En nuestra fe se trata de encuentro.
Ya Moisés confiesa ante le faraón:
“Yahwe, nuestro Dios, nos ha encontrado.” (Ex 3,18)
El encuentro personal con Dios y
la invocación de Su nombre,
se colocan en lugar del culto y de los ídolos.

El carácter personal de este encuentro de nuestra fe se impone en el Nuevo Testamento:
El encuentro con Dios se alcanza en el encuentro con Jesús, en el que Dios mismo se hizo hombre.
“Quien me ha visto a Mí,
ha visto al Padre.” (Jn 14,9)

Por medio de la Encarnación de Dios,
incluso los encuentros con “otros”,
los encuentros con los “prójimos”
se convierten en encuentros con Dios:
“Lo que por uno de estos hermanos pequeños hagáis,
por mí lo habéis hecho.” (Mt 25,40)
Y: “Donde dos o tres se reúnan en mi nombre,
Yo estoy en medio de ellos.” (Mt 12,20)

Desearía que la fiesta de Navidad se convierta para ustedes en una fiesta de encuentros:
* en una fiesta de encuentro con personas queridas,
* en una fiesta de encuentro también con personas,
con las que está roto el contacto,
* y en todo esto una fiesta de encuentro con el Dios Encarnado.
Los pocos días de Adviento,
que aún nos faltan y el encuentro
entre María e Isabel,
pueden prepararlos a ustedes para esto.

Amén.