Homilía para el Segundo Domingo de Adviento (A)
9 Diciembre 2007
Lecturas: Is 11,1-10 y Rom 15,4-9
Evangelio: Mt 3,1-2
Autor: P. Heribert Graab S.J.
La Iglesia regala a nuestro mundo
y a las personas de este siglo XXI
algo que nadie puede regalar:
esperanza.
Y esto sobre en el tiempo de Adviento.

Muchísimas personas perciben esto – consciente o también inconscientemente.
Así llegan en gran número
desde por la mañana temprano hasta bien entrada
la noche
a nuestra Iglesia de St. Michael –
nosotros decimos tranquilamente: Para repostar esperanza.

Sobre todo las Lecturas de Isaías de Adviento
hablan en abundancia de imágenes maravillosas y fáciles de recordar.
Hoy se nos ponen ante la vista varias de estas imágenes de esperanza:
* La imagen del nuevo retoño de un viejo tronco, que lleva fruto.
* Las imágenes
- del lobo que habita pacíficamente con el cordero,
- de la pantera que está tumbada con el burrito;
- del ternero y el lobo que pastan juntos;
- de la vaca y la osa que traban amistad;
- del niño que juega sin peligro ante el escondrijo del áspid.

Y naturalmente la Lectura nombra la causa de nuestra esperanza:
“Ya no se hacía nada mal,
pues la tierra estaba llena del
conocimiento del Señor,
así como el mar está lleno de agua.”

La segunda Lectura habla expresamente de la esperanza,
que nos es regalada por medio del “consuelo de la Escritura”
y por medio del Dios de la paciencia y del consuelo,
que se dirige a nosotros en la Escritura y sobre todo en Jesucristo.

Y, finalmente, el Evangelio:
La figura de Juan el Bautista
nos parece frugal como el desierto del que viene;
sin embargo – su mensaje es un mensaje de esperanza:
“¡El cielo está cerca!
¡Preparad el camino del Señor!
¡Allanadle los caminos!
Él os bautizará con Espíritu Santo y con fuego.”

Sin embargo, Juan habla también de que este mensaje de esperanza tiene consecuencias:
Nosotros tenemos que abandonarnos a la esperanza.
Tenemos que dar frutos de nuestra esperanza.
Nuestra esperanza tiene que hacerse visible
* en el modo en que tratamos unos con otros,
* en el modo en que practicamos la paz y la justicia
* y finalmente el amor del Reino de Dios futuro.

En este tiempo de Adviento
ha publicado Benedicto XVI
su segunda Encíclica,
un texto que se orienta y anima a la esperanza.
Una aguda declaración de Benedicto ha tropezado
con la crítica:
“El ser humano necesita a Dios, sino está sin esperanza.”
Yo puedo comprender la crítica,
y, sin embargo, estoy convencido de que el Papa tiene razón.

Naturalmente todos nosotros vivimos de esperanzas –
tanto si creemos en Dios como si no.
* Esperamos mantenernos sanos;
* esperamos que nuestro puesto de trabajo se mantenga:
* esperamos aprobar el examen;
* esperamos regresar de un viaje sanos y salvos;
* esperamos la paz;
* pero sobre todo esperamos
ser amados por las personas que significan algo para nosotros.

 Pero ciertamente esta esperanza de ser amados
deja claro cuanta razón tiene Benedicto:
ciertamente el amor humano puede hacernos felices
e incluso dar un nuevo sentido a nuestra vida.
Pero, al mismo tiempo, sabemos demasiado exactamente que el amor humano es discutible.
Continuamente experimentamos con cuanta rapidez puede “evaporarse”.
Pero sobre todo se puede destruir por la muerte.
Nuestra nostalgia es el amor sin condiciones.
Necesitamos aquella certeza, que a nosotros como a Pablo – nos permite decir:
“Ni la muerte ni la vida, ni ángeles, ni otras fuerzas sobrenaturales,
ni lo presente ni lo futuro,
ni poderes de cualquier clase, ni lo de arriba, ni lo de abajo,
ni cualquier otra criatura
podrá separarnos del amor de Dios.” (Rom 8,38 s)

El Papa trata de la esperanza última y fundamental cuando dice:
“El ser humano necesita a Dios, sino está sin esperanza.”
Todas nuestras esperanzas humanas
dependen finalmente de esta única esperanza.
Quien no conoce a Dios
puede tener toda clase de  esperanzas
pero en definitiva está sin esperanza,
sin la gran esperanza que sirve de soporte a toda
la vida.

En el sentido de la Lectura de Isaías podríamos expresar esto también de forma positiva:
Podríamos esperar con certeza justicia y paz,
salvación y plenitud de sentido de la vida,
amor y dicha,
“cuando la tierra esté llena del conocimiento del Señor,
así como el mar está lleno de agua.”
Otra vez con las palabras de la Encíclica:
“Necesitamos las esperanzas más grandes o más pequeñas,
que nos mantengan día tras día en el camino.
Pero no son suficientes sin la gran esperanza
que tiene que exceder a todo lo demás.
Esta gran esperanza sólo puede ser Dios,
que lo abarca todo y que nos puede dar y regalar,
lo que nosotros solos no podemos.

Precisamente el llegar a ser obsequiado pertenece a la esperanza.
Dios es el fundamento de la esperanza –
no cualquier dios, sino el Dios,
que tiene un rostro humano
y que nos ha amado hasta el fin:
a cada uno en particular y a la humanidad en totalidad.

Su Reino no es un imaginario más allá
de un futuro que nunca se acerca;
su Reino está aquí, donde Él es amado  y
donde Su amor es acogido entre nosotros.
Sólo Su amor nos da la posibilidad de resistir
con toda sobriedad y continuamente en un mundo imperfecto según su esencia,
sin perder el brío de la esperanza.
Y Su amor es para nosotros, al mismo tiempo, garantía de que existe aquello que anhelamos
sólo de forma obscura
y, sin embargo, esperamos en lo más profundo:
la vida que “verdaderamente” es Vida.

Amén.