Homilía para el Domingo Trigésimo Segundo
del ciclo litúrgico C

6 Noviembre 2016
Lectura: 2 Mac 7,1-14
Evangelio: Lc 20,27-38
Autor: P. Heribert Graab, S.J.
Tanto la Lectura de Macabeos como también el Evangelio tematizan hoy la resurrección de los muertos, evidentemente en un domingo de noviembre y hacia el final del ciclo litúrgico.

No hay apenas otro tema que nos concierna a cada uno de nosotros de forma tan existencial como la cuestión de la muerte y la resurrección.
Y tampoco ningún otro tema nos sitúa ante un obscuro e impenetrable misterio-
tanto en la realidad cotidiana como también en la fe.

¿Qué es verdaderamente ‘muerte’? ¿Un final abrupto?
¿Caída en la nada? ¿Abrirse al todo?
¿Pasar a algo nuevo?
¿Perfección? ¿Realización? ¿Plenitud de vida nueva?
¡Preguntas sobre preguntas!

Continuamente desde hace siglos los seres humanos se acercan al misterio de la vida y de la muerte.
Y, sin embargo: ¡El misterio permanece!
También los teólogos hasta el día de hoy ‘trabajan como negros’ en el misterio de la Pascua,
pero ¡el misterio permanece!
A nosotros se nos regala en Pascua, esperanza –
¡no más, pero tampoco menos!

Tomemos hoy las Lecturas como ocasión para acercarnos un poco al misterio o también al fundamento de nuestra esperanza,
siempre con respeto ante el misterio, que permanece.

1. Comencemos con la Lectura del Segundo Libro de los Macabeos:

Aproximadamente a lo largo de mil años no creyó Israel en una vida después de la muerte.
No había para Israel ningún alma inmortal,
ninguna resurrección del cuerpo.
No había ninguna justicia en el más allá.
Sólo había justicia aquí, en esta vida.
Los seres humanos esperaban justicia aquí y pedían que Dios quisiera ofrecerles una vida larga en paz y bienestar.
Y finalmente querían morir apaciblemente en el círculo de muchos hijos e hijas.

Pero ya entonces la realidad era otra diferente.
P.e. así se lamenta el Salmo 10:
“el malvado se gloría de su ambición,
roba, insulta y desprecia al Señor…”
De forma arrogante dice el malvado:
“Dios no castiga. No hay Dios.”…
Aquí se propone la pregunta:
“¿Por qué puede el malvado despreciar a Dios y decir en su corazón: Tú no castigas?”.

Muy concretamente se dio este problema en el tiempo de los Macabeos:
El rey helenista Antíoco había erigido en el Templo de Jerusalem una estatua enorme de Zeus.
Y a todos los que permanecieron fieles al Dios de Israel y se negaron a adorar al Zeus del Olimpo,
mandó torturar cruelmente hasta la muerte.
Entonces surgió la pregunta: ¿Dónde queda la justicia de Dios, cuando la obediencia a Dios trae como consecuencia una muerte tan cruel?
¿Dónde queda la justicia de Dios cuando la desobediencia frente a Dios vale la vida?
Los hermanos torturados hasta la muerte por el rey Antíoco no responden a la pregunta sobre la vida eterna sino a la pregunta sobre la justicia de Dios con una confesión de fe en la resurrección:
“¡Tú, Rey inhumano! nos quitas la vida;
pero nosotros despertaremos a una vida nueva y eterna.”

2. Mirada al Evangelio y a la Resurrección de Jesús

No es un pensamiento bíblico que el alma de un ser humano siga viviendo después de la muerte;
esta idea más bien tiene su origen en la filosofía helenística.
En la Biblia se trata siempre del ser humano total con cuerpo y alma – como en el libro de los Macabeos:
El ser humano con cuerpo y alma muere: ¡muerto está muerto!
¡El ser humano en su totalidad con cuerpo y alma despertará de la muerte!

“Ahora alguien podría preguntar” dice Pablo en la Primera Epístola a los Corintios:
“¿Cómo resucitarán los muertos, qué clase de cuerpo tendrán?” (1 Cor 15,35)
Jesús, en el Evangelio de hoy, da una respuesta a esta pregunta a los saduceos, que aún en tiempos de Jesús no creían en la resurrección, sino que se mofaban de ella.
Jesús les dice expresado brevemente:
En todo caso, la vida de los resucitados será muy diferente a todas las ideas, que vosotros os habéis hecho teniendo como fundamento las experiencias de la vida.
O expresado de otra forma:
La vida de los resucitados es y permanece en el misterio – en último caso porque se ha hecho parte de la vida de Dios, que es el Misterio por antonomasia.

Ciertamente este misterio es también el misterio de Pascua y se expresa en la aparente contradicción de las apariciones pascuales de Jesús:
*    Él entra a través de las puertas cerradas y no se deja tocar;
*    Él de repente está aquí –como surgiendo de la nada-
*    y, sin embargo, come ante los ojos de todos pescado asado;
*    Él aparece como un “extraño” y, sin embargo, es el Amigo y Maestro antiguo.

Expresado brevemente el mensaje pascual:   
El resucitado es con cuerpo y alma, Aquel, que siempre fue, y, sin embargo, Él es “el Otro diferente”.

Quizás esta aparente contradicción se aclare de la mejor forma posible mediante la palabra de la Apocalipsis de Juan:
“El que está en el Trono se sentó y dijo:
Ved, que Yo hago todo nuevo.” (Ap 21,5).

Pablo lo dice así en el famoso capítulo 15 de su Primera Epístola a los Corintios:
“Lo que siembras no es la planta entera que ha de nacer…
Dios proporciona a cada semilla el cuerpo que le parece conveniente. No todos los cuerpos son iguales.
Así sucederá también con la resurrección de los muertos.
Se siembra algo corruptible, resucita incorruptible.
Se siembra algo mísero y resucita glorioso.
Se siembra algo débil y resucita pleno de vigor.
Se siembra un cuerpo animal y resucita un cuerpo espiritual…
Adán, el primer ser humano…procede de la tierra y es tierra;
el Segundo Ser humano procede del cielo.
Como el primero procedía de la tierra era terrestre y así son también sus descendientes.
Y como el del cielo –Jesucristo- es celestial. así son también Sus descendientes.
Como nosotros fuimos configurados a imagen del celestial. así también nosotros seremos configurados a imagen a imagen del celestial.” (1 Cor 15,37-49)

¡El misterio permanece!
Pero podemos confiar en Cristo resucitado
y poner en Él nuestra esperanza, de que nosotros podamos seguirle en la muerte y la resurrección.”

Amén.
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