Homilía para el Domingo Vigésimo Octavo (C)
10 Octubre 2010
Lectura: 2 Col 5,14-17
Evangelio: Lc 17,11-19
Autor: P. Heribert Graab S.J.
Está muy claro que “¡todos en la muerte somos iguales!”
Pero antes hay considerables diferencias
y no en último término en la enfermedad.

En tiempos de Naamam el Sirio hubo innumerables personas que sufrían la lepra.
Eran expulsadas de la sociedad y, sobre todo los pobres “perecían”, según las normas establecidas, en algunos agujeros inmundos.

Pero este Naamam era un apreciado estratega del rey de Aram y había conseguido para él más de una victoria.
Por consiguiente, pertenecía a una clase social influyente y dominante
y era todo lo contrario a un pobre.
Para él estaban abiertas todas las posibilidades de tratar terapéuticamente
su incurable enfermedad.
Él pone en juego sus relaciones,
recibe una importante carta de recomendación y además ricos regalos,
que le deben abrir todas las puertas.

Naturalmente resulta evidente con la historia de Naamam pensar en la medicina de clase superior de nuestros días y en los debates siempre recurrentes sobre nuestro sistema sanitario.
Todos nosotros conocemos la crisis de este sistema:
•    Por la modificación de la pirámide de edades,
•    por el avance científico de la medicina,
•    y, no en último caso, por los influyentes lobbys en el ámbito de la salud,
que disparan los costes  hasta lo inconmensurable.

Según esto, la política sanitaria está sin recursos.
No se trata sencillamente de distribuir las cargas de forma justa y de preocuparse de que todas las personas reciban verdaderamente la mejor atención médica posible y así también en la enfermedad se “igualen” lo más posible.

El seguro de enfermedad legal fue concebido como una comunidad solidaria.
Pero ya en sus comienzos adoleció de su limitación para las rentas bajas.
Los “pudientes”, desde un principio,
no estuvieron de acuerdo en esta solidaridad en la distribución de las cargas.
De todos modos hasta ahora al menos
las cuotas eran repartidas paritariamente entre trabajadores y empresarios.
Pero desde 2005 también este elemento
de solidaridad hace aguas por las cuotas especiales que sólo son soportadas por los trabajadores.

La introducción de la prima sanitaria por la puerta de atrás desquicia tanto más el sistema de solidaridad.
Tampoco cambia la situación los pagos compensatorios burocráticos de las arcas fiscales para los “pobres”.

Ciertamente no es asunto de la Iglesia reformar nuestro sistema sanitario.
Pero es asunto de la Iglesia exigir dignidad y justicia para todas las personas y, sobre todo,
para los pobres.

Jesús mismo se inclina sobre todo hacia los pobres y cura sus enfermedades.
La cristiandad temprana Le sigue en esto
y más allá de las propias comunidades.
Más tarde, durante largo tiempo, fueron las órdenes religiosas, las que en general se preocuparon de la atención a los pobres
y a los enfermos.
Según mis conocimientos, aquí en Colonia no hay ningún hospital –a excepción de la Clínica Universitaria– que no tenga su origen en una orden religiosa, es decir, en la Iglesia.
Innumerables religiosas y religiosos han puesto toda su vida al servicio de los enfermos.

Ciertamente hoy les falta a las Órdenes de atención a los enfermos el relevo generacional.
En algunas se cuelga en el tablón de anuncios una hoja que dice:
“La (o el) último que apague la luz.”
Seguramente un motivo (¡!) para esto es también el moderno desarrollo de nuestra sanidad pública:
En primer plano está el avance técnico-médico.
Seguramente también se trata –esperemos que incluso en primera línea– de la curación de los enfermos.
Pero por causa de los costes, apenas hay tiempo para una verdadera y “curativa” ayuda a las personas.
La profesión de enfermero – en lugar de ser una vocación– ha degenerado en una “ocupación”, que más bien está bajo la imposición de los cálculos de costes.

Pero lo decisivo es algo diferente.
La Lectura y el Evangelio de este domingo nos meten por las narices que
el Profeta Elías insiste, en que finalmente
no es él, sino Dios mismo el que regala vida, curación y salud.
Por ello, Elías se resiste a recibir personalmente a Naamam y a “tratarle” con imposiciones de manos y otras prácticas.
Le manda sencillamente sólo que se bañe en el Jordán y rechaza cualquier honorario por su curación:
“¡No acepto nada! Estoy al servicio del Señor!
¡Sólo a Él le corresponde la gratitud!”

De forma muy semejante, en el Evangelio
Jesús envía a los leprosos a los sacerdotes
del Templo, cuya obligación era  constatar
la curación de forma oficial, como autoridad sanitaria.

“Y mientras iban de camino hacia los sacerdotes, quedaron limpios.”
¡Ya entonces de los diez sólo vuelve uno
para dar gloria a Dios con su gratitud!
En este sentido no se ha cambiado mucho en dos mil años.

Y, sin embargo, también hoy es válido:

•    Vida y salud son un regalo de Dios.

•    El servicio a la vida y a la salud y también el compromiso con el avance médico es nuestra misión irrenunciable como personas:
pero con esta misión estamos simultáneamente al servicio de los enfermos y al servicio de Dios.

•    Ante Dios todas las personas son iguales:
Ricos y pobres – creados de igual modo a imagen y semejanza de Dios –.
Igual dignidad, igual derecho a la vida y a la salud,
igual derecho a la atención humana y médica.
Esta igualdad de derechos hay que exigirla políticamente.

•    Pero el servicio caritativo sanitario a los pobres – así como ahora funcionan sistemas humanos – nunca será superfluo.
Probablemente un servicio así hoy entre nosotros ya no puede realizarse mediante el sostenimiento de hospitales altamente tecnificados.
Pero necesitamos como cristianos y como Iglesia mucha creatividad, fantasía y compromiso.
Hoy tenemos que desarrollar y realizar posibilidades para nivelar caritativamente injusticias y desigualdades en el sistema sanitario estatal.
Del mismo modo que lo hicieron generaciones anteriores en su respectiva época.
Por ejemplo, pienso en el siglo XIX.
Entonces comunidades religiosas femeninas para el cuidado de los enfermos proliferaron como hongos.
La cuestión es:
¿A qué nos llama Dios hoy?
Y ¿qué motiva hoy a la gente joven para seguir este llamamiento?
Pero el compromiso caritativo y eclesial a órganos estatales no puede facilitar el pretexto para retirarse aún más de la asistencia a los pobres.
 
•    El servicio más importante, que la Iglesia y que todos nosotros hoy podemos y tenemos que realizar, es éste:
Tenemos que anunciar el mensaje de Jesús de amor a Dios y al prójimo de forma creíble y atractiva.
El amor a Dios y al prójimo forman
un conjunto y finalmente forman una unidad.
Donde el amor al prójimo se desengancha del amor a Dios resulta perjudicado y al final se atrofia.
Se trata sobre todo de que
los sistemas que funcionan a costa
del ser humano lo hagan con los menos obstáculos posibles.

Amén.