Homilía para el Domingo Vigésimo Segundo del ciclo litúrgico C
29 Agosto 2010
Evangelio: Lc 14,1. 7-14
Autor: P. Heribert Graab S.J.
En un círculo de cristianas y cristianos comprometidos, recientemente hemos profundizado a lo largo de toda una semana sobre la imagen bíblica de la “escala de Jacob”.
El sueño de Jacob refleja un sueño de la humanidad:
la nostalgia de una conexión entre cielo y tierra,
entre Dios y los seres humanos.

Me parece que se esconde muy profundamente en nuestro subconsciente, que este puente fue destruido y es destruido continuamente por la arbitrariedad y la ambición de poder de los seres humanos.
A esto opone la Sagrada Escritura de los judíos
y de los cristianos, el alegre mensaje creyente y lleno de esperanza:
Dios mismo está colocado en un puente entre el cielo y la tierra.
Él mismo se compromete continuamente a través de toda la historia de la humanidad como “constructor de puentes”.

En el punto culminante de esta historia Él se hace hombre en Jesucristo.
Así Él pone la primera piedra para la construcción de un puente que ya no será destructible.
En la muerte y en la resurrección de Jesucristo,
este puente halla su plenitud.
La visión de ensueño de Jacob de una escala que llegue al cielo se hace realidad.

En nuestra dedicación a la imagen de la escala de Jacob añadimos muy pronto imágenes contrarias.
La imagen más antigua opuesta a la escala de Jacob
es la arrogante Torre de Babel:
“¡Construyamos una torre cuya punta llegue hasta el cielo!” (Gn 11,1-9)

Más tarde intenta de continuo precisamente el propio pueblo de Dios, emanciparse de Dios,
incluso hacer a Dios innecesario
y ponerse a sí mismo en el lugar de Dios:
Con “caballos y carros”, por consiguiente
con poderosas fuerzas militares,
ambicionan someter a este mundo,
hacerse a sí mismos señores de toda la Creación
y dar a su propio poder resplandor divino.

Sabemos que todos estos intentos fracasaron
y terminaron en todas las épocas en un caos catastrófico- hasta el día de hoy.
Pero incluso en el más íntimo círculo de Jesús
arraigó la tentación de colocarse en puestos humanos de rango y en poner en el lugar de la “escala de Jacob” la propia escala del poder y de la carrera.

Un día Santiago y Juan abordaron a Jesús con el ruego: “¡Permítenos sentarnos en tu Reino a tu lado,
uno a la derecha y otro a la izquierda!” (Mc 10,37)
En este delirio de grandeza no estaban solos en absoluto.
A la espalda de Jesús todos disputaban sobre quien sería el mayor de ellos. (Mc 9,34)
Y finalmente se atrevieron a dirigirse directamente a Jesús con la pregunta:
“¿Quién es el mayor en el Reino de los cielos?”
(Mt 18,1).
La respuesta de Jesús es transmitida reiteradamente
Y debe ser conocida por todos ustedes:
“Si no os convertís y no os hacéis como niños,
no entraréis en el Reino de los cielos.
Quien pueda ser tan pequeño como este niño,
será el más grande en el Reino de los cielos.”
(Mt 18,24)

También en el Evangelio de hoy, se trata precisamente de esta problemática:
La aspiración a “puestos de honor” en una mesa de un convite de bodas está mucho más extendido por el esfuerzo de las personas,
•    para querer ser más que otros,
•    para hallar no sólo reconocimiento,
sino también para ejercitar poder e influjo,
•    para subir en la escala jerárquica tanto como sea posible,
•    y finalmente incluso para “ser como Dios”. (Gn 3,4)

Éste es el núcleo del pecado original:
•    ser el mayor, ser el más poderoso,
•    ejercitar el dominio sobre otros,
•    doblar lo más posible la voluntad de todo,
•    desconectar de Dios, Su justicia y amor,
•    e incluso -¡con signo contrario!-
ponerse en el lugar de Dios.

¡Abran ustedes el periódico!
Constatarán precisamente de lo que se trata también hoy en la economía, en la política y también en la cultura y en todas partes, hacia donde ustedes miren.

Desgraciadamente también la Iglesia de Jesucristo ha comprendido muy poco, de lo que Jesús quiso decir con aquel niño, que colocó en medio de Sus discípulos;
o de lo que Él nos quiere decir con el Evangelio de hoy.
Todos los títulos, puestecillos de trabajo y “uniformes multicolores”- en otro lugar estarían obsoletos (aunque no en cualquier parte), por la inconsistente sentencia del 68:
“Bajo los talares – hay aire viciado de mil años”
No así en la Iglesia, donde la “escala de la carrera” parece ser más importante que la “escala de Jacob”.

El ejercicio del poder no es mejor si se echa uno por los hombros la manteleta de la santidad.
“Jerarquía” significa “dominio santo”;
pero que finalmente va al encuentro de Dios.
Y la participación humana en el señorío de Dios
cae continuamente en una fatal cercanía del dominio de los seres humanos por lo seres humanos.
y en el abuso de poder, como hemos experimentado en los últimos meses.

Jesús dijo una vez a Sus discípulos:
“Vosotros no os dejéis llamar Rabbí, porque uno solo es vuestro maestro; y vosotros sois todos hermanos. Ni llaméis a nadie Padre vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo.
Ni tampoco os dejéis llamar maestros, porque uno solo es vuestro Maestro, Cristo.
El mayor entre vosotros será vuestro servidor.
Pues el que se ensalce, será humillado y el que se humille, será ensalzado.” (/Mt 23,8-12)

Cuanto mayor soy, más problemático me resulta
el que me llamen “Padre”.
Yo tengo mucha estima por los franciscanos,
que ya hace algún tiempo hicieron desaparecer
en la caja de la polilla el título “Padre”
 y dieron valor a ser llamados “hermano”.
Esto puede ser una cosa superficial,
pero naturalmente procede de la actitud interior
y de la praxis vivida, que está detrás de tales tratamientos.
Pero a mí me impresiona el signo que expresa
el cambio de una antigua costumbre.
Ciertamente como católico, sé cuan eficaces pueden ser los signos.
Celebramos en la Eucaristía, el signo sacramental de una comida fraterna;
Este signo actúa –eso espero– sobre una configuración fraternal de nuestro día.

Amén