Homilía para el Domingo Undécimo
del ciclo litúrgico (C)

13 Junio 2010
Evangelio: Lc 7,36-50
Autor: P. Heribert Graab S.J.
1. Ya varias veces he hecho Ejercicios de forma personalizada en un monasterio puramente contemplativo, en el que las monjas viven
según la regla cartujana de San Bruno de Colonia.
Aunque este camino de vocación religiosa
no sea el mío,
sin embargo siempre he hablado con admiración
de este modo de vida,
que está muy marcado por una oración sin intención
y por un abismarse en el amor de Dios.

En algunas personas -y absolutamente piadosas-
con estas relatos he tropezado con una auténtica incomprensión:
•    Una Orden activa caritativamente o también pastoral -¡sí!
•    También una Orden en la que el propio trabajo
es entendido como oración -¡sí!
•    La combinación del Ora et Labora, de la oración y el trabajo, en la que una y otro dan frutos -¡sí!
•    ¡Todo esto tiene sentido y una necesaria forma de vida en la Iglesia!
•    Pero una vida totalmente encerrada en la contemplación -¡no! Esto tampoco lo comprenden los creyentes cristianos.

Esta experiencia se me ocurrió cuando contemplaba el Evangelio de hoy:
Una mujer anónima, conocida en la ciudad como “pecadora” derrocha valioso aceite de nardo,
sin ningún otro motivo que el de expresar a Jesús
su amor agradecido y desbordante.
Ya entonces esta conducta suscitó protestas
y esto no sólo porque Jesús se dejaba tocar por una mujer “así”.
Más bien, el auténtico reproche era:
Jesús admite sencillamente que este valioso óleo se “despilfarre”.
En el Evangelio de Marcos algunos de los presentes dicen expresamente:
“¿Para qué este despilfarro?
Este óleo se hubiera vendido por más de trescientos denarios y se hubiera podido dar el dinero a los pobres.” (Mc 14,4 s)

Ciertamente también esto es hoy piedra de escándalo:
La vida en un monasterio puramente contemplativo es “improductiva”.
Una iglesia hermosa con un valioso equipamiento artístico
-sencillamente así, “para mayor gloria de Dios” y como expresión del puro amor de Dios –
sustrae al servicio caritativo y social de los pobres millones necesarios urgentemente.

A primera vista una argumentación así parece que es lógica y evidente.
Sin embargo, en un sentido más exacto se reconoce una forma de pensar entretejida de materialismo:
•    Todo tiene que tener una utilidad conmensurable.
•    El amor de Dios se abre sin un sentido independiente al amor al prójimo.
•    La oración por sí misma y por Dios es tiempo perdido, si como mínimo no sirve como fuente de fuerza para el compromiso caritativo, familiar o profesional.

La historia de la mujer anónima del Evangelio va a contrapelo de nuestro modo de pensar orientado hacia la utilidad.
El amor de esta mujer y, en general, todo amor verdadero no pregunta por la utilidad.
Ella hace lo que hace por sí misma y por el amado-
sencillamente así, sin prometerse finalmente ventajas.

Ninguna discusión: El amor al prójimo es también amor a Dios.
Jesús los denomina a ambos en el mismo hálito.
Pero el amor de Dios no consume en el amor al prójimo.
Más bien es válido simultáneamente para el amor a Dios y para el amor al prójimo este “por sí mismo” y “por el amado”.

2. Contemplemos todavía algo más cerca el amor de esta mujer anónima del Evangelio.
Evidentemente ella había encontrado en alguna parte muy de cerca al extraño Rabi y probablemente Le había escuchado por pura curiosidad:
“¡Éste tampoco tendrá nada diferente que decirme a mí, a una “pecadora pública” de lo que me dicen todos ellos!”
Pero después le alcanzó el corazón –como a tantos otros- con Su mensaje, Su modo de hablar y Su personalidad:
“Nunca había hablado una persona como éste” (Jn 7,46)-
precisamente “con poder”. (Mt 7,28 s)

En este encuentro se le abren los ojos,
se reconoce a sí misma.
Conmovida experimenta sobre todo:
Yo soy aceptada por Él.
Más aún: ¡En Él me ha aceptado Dios-
aceptado con todas mis debilidades y deficiencias
y perdonado!
Ahora esto la empuja a expresar su gratitud por medio de una nueva perspectiva existencial.
Aprovecha la ocasión de mirar en un banquete-
con otros curiosos.
Se abre paso y besa los pies de Jesús de forma constante
-signo tradicional de gratitud frente a un salvador.
Ella unge Sus pies con valioso aceite de nardo-
su gratitud se intensifica con un amor sin límites.

En la parábola de Jesús queda claro:
¡Él ha comprendido!
Ciertamente el enorme amor de la mujer advierte
en primer lugar la dimensión de su culpa-
pero más aún aquel amor infinito que perdona,
que a ella le cayó en suerte
y con ello también la medida de su sinceridad,
por el amor de Dios que se le regala.

Ciertamente ella se diferencia del fariseo Simón.
Éste cree no depender de la remisión de Dios y del amor.
Él se sitúa más bien en su propia eficacia y finalmente no considera necesario a Dios.
Por ello, tampoco tiene ninguna antena para el alegre mensaje de Jesús,
pues la total comunión con Dios sólo se puede tener  con aquella sinceridad agradecida para Su amor.
Así se pasará del amor divino recibido al amor a Dios que responde por sí mismo.

Amén