Homilía para el Lunes Rosa
del ciclo litúrgico (B)

16 Febrero 2015
Lectura: Gen 4,1-15,25
Autor: P. Heribert Graab, S.J.
Gente querida, hermanas queridas
espero que no me vituperaréis en seguida:

Tráfago de máscaras en la casa de Dios
para más de uno es quizás un horror.
Pero, por favor, miradlo con más exactitud:
¡Dentro de estas máscaras estáis vosotros mismos!

La función principal del payaso
yo pienso que ya la conocéis vosotros mismos:
El payaso en el espejo nos permite ver,
que no se puede confiar demasiado en la máscara.

Más de uno tiene aquí en la tierra el deseo de llegar
a ser finalmente otro ser humano.     
Y como no lo consigue porque no puede
rápidamente se coloca una máscara.
Y más de uno incluso la lleva con entusiasmo,
tanto hoy como durante todo el año.

No sólo alguno – yo me atrevo a decir que todos
llevarán la máscara de vez en cuando,
para que los demás se sorprendan de lo que piensan
y le ofrezcan su más alta estima:
la máscara de la decencia, de la integridad-
¡como si uno ya no tuviera ninguna falta!
La máscara de la humildad, de la piedad,
como si siempre se estuviese preparado
para entrar en el cielo.

Naturalmente sabemos que esto no es sincero.
Y, sin embargo, nos parece indispensable.
Desde tiempos ancestrales ya aparece esta conducta.
En el Paraíso el demonio anduvo ya enmascarado.
Él iba, como ya sabéis, en forma de una serpiente:
“¡Seréis como Dios sabios y poderosos!”
Ser más de lo que se es - ¡esto sería magnífico!

Al ser humano no le iba ser pequeño:
quería ser más y aparentar más aún.
Ya muy pronto, antes de que se equivocase,
estaba desnudo y sin máscara.
Y la moraleja de la historia:
¡la máscara sólo no dura mucho tiempo!

En la Lectura escuchamos la historia de Caín.
Mató a su hermano con una piedra.
La máscara del demonio le eligió para sí.
desfiguró la imagen del ser humano.
Se hizo un granuja
y se convirtió hasta hoy para nosotros en algo terrible.
Y, sin embargo, Dios no le condenó eternamente:
más bien le marcó con un hierro candente un signo de salvación.

Totalmente distinto es –cuando lo examinamos–
que Jesús también quiere ir disfrazado.
Él viene como hambriento, sediento, en aquel
que no se puede valer.
Si ayudar a cualquiera de éstos nos proporciona alegría, quitándose la máscara Él ríe alegremente:
“¡Lo que hagáis al más pequeño de éstos, también a Mí me lo hacéis – tanto si es hombre como mujer!”

Ahora de esto deduzco de forma tajante
que yo también me puedo enmascarar.
No todos los que hoy llevan máscaras
son hijos del demonio, ¡por el contrario!
La máscara también puede ser signo
de que la risa y el buen  humor son anuncio
y no sólo la pesadumbre que nos molesta a todos.
La alegría es bálsamo para este mundo.
Por ello pienso que la alegría gusta al Señor Dios.
Y los verdaderos cristianos llevan también hoy
alegría celestial entre la gente.

Por tanto, al final me puedo atrever
a daros un buen consejo:
Llevad alegremente vuestras máscaras hoy,
pero pensad también a veces en el tiempo,
cuando después de los años
las aún bellas máscaras caigan,
cuando nuestro verdadero rostro
llegue a la luz del día del juicio.

No sólo cuidemos las máscaras
sino lo que está debajo, lo que merece la pena cuidar,
para que después del último día
no nos atenace la resaca eterna.

Todas las máscaras se quemarán,
pero vosotros debéis poder mirar alegremente
el rostro de nuestro Señor Jesucristo,
que es nuestra alegría más profunda.
Así lo deseo aquí en el monasterio:
¡Alaaf! ¡Helau! ¡Y mucho placer!
¡Estad alegres hoy! También con el jaleo.
Después se dice por última vez el Aleluya.

De este modo digo a todos –señores y señoras
de todo corazón Amén