Homilía para el Domingo Trigésimo Tercero
18 Noviembre 2012
Lectura: Dn 12,1-3
Evangelio: Mc 13,24-33
Autor: P. Heribert Graab S.J.
¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos?
Continuamente estas preguntas apremian
a los seres humanos.
Y estas preguntas están en una estrecha conexión con la pregunta más amplia sobre el comienzo y
el final de nuestro mundo.
Hoy, al final del ciclo litúrgico, recordamos
que el tiempo tiene un sentido, una meta y un final:
El tiempo del cosmos, el tiempo de la humanidad y también el valioso tiempo de nuestra propia vida.

Cuantas veces nosotros clasificaríamos también diferentes textos bíblicos sobre estas preguntas
entre respuestas de fe y respuestas de las ciencias naturales.
La imagen bíblica del mundo forma una unidad.
Los conocimientos humanos de la naturaleza y
la revelación divina hacen caso omiso unos de otros.
Esto genera con frecuencia dificultades de comprensión.
Pero estamos acostumbrados a separarlos con esmero, - a veces de forma tan radical,
que puede crearse la impresión de que nosotros colocaríamos dos imágenes del mundo separadas, una al lado de la otra;
por consiguiente, seríamos unos auténticos esquizofrénicos en nuestra comprensión del mundo. 

Por otra parte surgen de forma natural e inevitable imágenes del mundo y de la naturaleza sujetas
a los épocas, cuando la Biblia habla del principio o también del final del mundo.
Entre estas representaciones y los modernos conocimientos de las ciencias naturales ciertamente hay un mundo.
Nosotros debiéramos poner en claro que en referencia al comienzo y al final del cosmos
también hoy muchas conclusiones de los conocimientos científicos son de naturaleza hipotética.
Esto es válido para el ‘estallido original’ del principio así como para los ‘agujeros negros’ o para otros fenómenos físicos, que posiblemente pudieran
preludiar el final.
Naturalmente Jesús no sabía nada de todos
los conocimientos y teorías modernas.
Él une Su mensaje del fin del mundo y
del Juicio Final a las representaciones de Su tiempo y las expresa con el lenguaje iconográfico de este época.
Estas representaciones e imágenes, mediante la historia del arte cristiano, son familiares también para muchos de nosotros.
Sin embargo: no son nuestras representaciones y tampoco nuestras imágenes.

Pero en el tiempo de Jesús y en el nuestro, es común la conciencia de que:
La Creación, la naturaleza, nuestra tierra y todo
el cosmos son finitos como la vida del ser humano individual y de la humanidad como totalidad.
“El final llegará – pero ¿cuándo?”
Este era el título de un largo artículo en el periódico “Süddeutschen”del 17 de Mayo, escrito desde el punto de vista de las ciencias naturales.
Pero no suena de forma semejante a las palabras de Jesús:
“Cielo y tierra pasarán…
Pero aquel día y aquella hora no la conoce nadie….”.

El artículo del periódico antes citado termina con las palabras:
“Muy poco nos agrada el pensamiento,
de que todo terminará alguna vez en tinieblas-
de todos modos podemos decir: Yo estuve presente.
Y aún tenemos un poco de tiempo.”
Estas palabras son – si bien con un pícaro guiño–
pensadas como consolación.
Pero a mí me suenan como ‘pífanos en sótano obscuro’.

Las palabras de Jesús son muy distintas y tienen un doble final:
Por una parte se dice:
“Cielo y tierra pasarán,
pero mis palabras no pasarán nunca.”
Espontáneamente se me ocurre,
* que Sus palabras hasta el último hálito en la Cruz están llenas de un amor sin límites;
* que Su mensaje es un mensaje filantrópico-
legitimado mediante Su donación al ser humano;
* que Él en Sus palabras y en la vida reúne justicia y misericordia;
* que Sus palabras perdonan, reconcilian y curan:
* que Sus palabras, por tanto, son verdaderamente palabras de consuelo y estímulo.

Un segundo final reza en Jesús así:
“Aquel día y aquella hora no lo conoce nadie…
sólo el Padre.”
Saber que nosotros no estamos entregados a un destino ciego ni a las inhumanas leyes de la naturaleza y del cosmos;
que nosotros más bien debemos confiarnos al solícito conocimiento del Padre-
para mí es verdaderamente consuelo y estímulo.

Ahora nosotros, los seres humanos, tenemos curiosidad por la naturaleza.
Con toda la confianza en Dios, quisiéramos saber también con gusto.
¿Qué hay verdaderamente ‘después de la muerte’?
Y en suma ‘después del final’,
por tanto, ¿después del final del mundo?.
Para ello hay una respuesta muy hermosa,
pero también muy misteriosa:
¡Nosotros caemos dentro del amor de Dios!
Naturalmente respetamos el misterio de Dios,
pero esta consoladora respuesta encierra una profunda obscuridad.
Pero finalmente se nos ofrece también nuestra comprensión de Dios, que podemos y debemos aprovechar, según nuestras posibilidades,
para aportar algo de luz a esta obscuridad.

Puede sonar de forma provocadora esta reflexión:
¡No hay nada ‘después de la muerte’!
¡Y quizás tampoco haya nada ‘después del fin del mundo’!
El motivo es sencillo:
Toda la Creación – y también el ser humano-
está unido a la categoría del tiempo.
Pero, cuando nosotros con la muerte caemos dentro
del amor de Dios,
se dice que caemos dentro de Su eternidad.
El fin del ser humano en la muerte es al mismo tiempo el fin de su existencia en el tiempo.
Comienza algo totalmente nuevo para nosotros,
comienza una vida nueva en la eternidad de Dios.
Por eso, como creyentes cristianos, no hablamos
de una ‘vida que continúa’ después de la muerte,
sino de ‘resurrección’ o también de ‘nueva creación’.

Por consiguiente, es importante dejar claro:
¡’Eternidad’ no significa final del tiempo!
Cuando nosotros hablamos de ‘eternidad’,
más bien hablamos de un plano totalmente distinto de la realidad,
hablamos de un modo de existir en Dios.
En la eternidad no hay antes ni después.
¡Sólo en el tiempo tiene sentido hablar de ‘antes’ y ‘después’!

El tiempo lo podemos imaginar como una línea,
a lo largo de la cual caminamos:
En cada segundo de nuestra vida dejamos detrás de nosotros una parte de nuestro camino existencial irrecuperable,
segundo tras segundo se nos pasa veloz.

Cuando nos quedamos con la imagen de la línea
para el tiempo,
entonces la imagen para la eternidad podría ser un punto,
un punto fuera del tiempo,
un punto en otro plano diferente de la representación.
Eternidad significa, por tanto, existir fuera del tiempo-
y, sin embargo, ya ahora ‘contemporáneamente’
con todo.

Caer fuera del tiempo,
dejar tras de sí la vida temporal,
no significa en absoluto, que después está perdido
todo lo que fue importante en nuestro tiempo.
La imagen del reloj de arena puede ayudarnos a entender – cómo pasan nuestros segundos.
Pero cada granito de arena se queda también
en la parte inferior del reloj de arena.
De este modo cada momento de la vida con su significado para nosotros se recoge,
se reúne en la eternidad de Dios, en Su amor transformante.
Por consiguiente, esto significa ‘consumación’ de nuestra vida en el tiempo:
‘realización’, ‘plenitud’ vital en la eternidad.

Así tiempo y eternidad son contrapuestos,
pero se tocan en algunos momentos,
de modo que ya ahora en el tiempo podemos conseguir un presentimiento de eternidad.
Así, a veces, tenemos –sobre todo en momentos de amor lleno de felicidad- el sentimiento de que el tiempo se para y ‘besa’ la eternidad.
Pero más allá de esto, podemos abrirnos en este tiempo muy conscientemente a aquellos otros planos, que denominamos eternidad.
Estos nos pasa, por ejemplo, cuando estamos asombrados por la fascinante belleza
de la Creación de Dios y con total gratitud olvidamos el tiempo y nos abrimos totalmente
al ‘ahora’ de este momento.

Puede sonar más realista, cuando yo digo que oración, meditación, misa, nos puede abrir
aquí y ahora a la experiencia de Dios, por tanto,
al contacto con la eternidad.
Estas experiencias nos llenan de alegría en este tiempo y nos permiten ansiar
la eterna plenitud.

Amén.