Homilía para la Celebración
del Nacimiento de San Juan Bautista

Domingo 24 Junio 2012
Evangelio: Lc 1,57-66.80
Autor: P. Heribert Graab S.J.
Por favor, reflexionen ustedes un momento sobre la pregunta:
¿Qué significa para mí mi nombre?
Vivimos en una época,
en la que los nombres de los niños son elegidos
con frecuencia de forma muy superficial.
En general siguen las tendencias de la moda o son elegidos desde puntos de vista estéticos y según el gusto totalmente individual de los padres.
Al mismo tiempo entra en la burocracia política y también económica cada vez más un número en lugar del nombre.
Conforme a esto parece tener razón la vox populi cuando dice:
Los nombres son “sonido y humo”.

Esto sucede de forma muy diferente en el Nacimiento de Juan el Bautista y también en la Anunciación del nacimiento de Jesús.
Conocemos el mensaje del ángel Gabriel a María:
“Tendrás un Hijo,
al que debes dar el nombre de Jesús.”
Con este Nombre se transcribe al mismo tiempo la vocación divina y el envío del Hijo prometido.

Así también el Nombre de Juan fue determinado por sus padres por medio del ángel del Señor.
Este nombre significa:
“Dios (JHWH) es indulgente”/”Dios ha hecho evidente la gracia”.
Con esto se expresa por un lado que este niño es un regalo de Dios para sus padres, que habían perdido la esperanza ya hace mucho tiempo.
Pero por otra parte, el nombre también indica la especial misión de este hombre:
Según las palabras del ángel
“Será Grande ante el Señor…
ya en el seno materno será plenificado
por el Espíritu Santo.
Convertirá a muchos israelitas al Señor, su Dios.
Él precederá al Señor con el espíritu y con la fuerza de Elías…
y preparará al pueblo para el Señor.”

Con este fondo, quizás debiéramos alguna vez reflexionar muy conscientemente sobre nuestros nombres.
También nuestro nombre es inequívoco más que
la sencilla denominación de un individuo.
El nombre de una persona es algo así como
el ‘icono de su persona’.
El nombre concentra –por así decirlo como una lupa- en un punto todo lo que es importante
del ser humano en su unicidad.
El nombre comprende todo lo que yo soy,
por tanto, todo lo que se quiere significar cuando digo “yo”.
Mi nombre es también algo así como un breve título para toda la historia de mi vida.
Un ser humano continua viviendo en su nombre incluso en el recuerdo.

La última justificación para este abarcante significado de nuestro nombre la hallamos como cristianos en la Sagrada Escritura y en nuestra fe.
Dios no dice sólo a Jacob, el progenitor de Israel:
“Te he llamado por tu nombre, tú me perteneces.
Si pasas por las aguas, Yo estoy contigo,
si por los ríos no te anegarás.
Si andas por el fuego, no te quemarás,
ninguna llama prenderá en ti.” (Is 43,1)

Jesús dice de forma muy semejante en el discurso del Pastor:
“El buen Pastor llama a las ovejas, que le escuchan, a cada una por su nombre y las acompaña hasta la puerta.” (Jn 10,3)

¡Dios nos llama por nuestro nombre!
Esto significa: Él nos conoce;
según Isaías (49,16) incluso estamos escritos
en la palma de Su mano.
Aquí está expresado con el nombre, con el que somos llamados, no sólo lo característico e identificativo.
Aquí se habla más bien de amor y solicitud.
Al que Dios conoce y llama por su nombre,
éste ya no es solo una ruedita en un engranaje,
que nadie observa y que es indiferente para los demás.
No: él es conocido y amado y es protegido –
del agua y del fuego y de todo mal,
aunque la referencia al agua y fuego esté ahí.

Ser llamados por Dios por nuestro nombre es lo que fundamenta en último término nuestra dignidad humana.
Ser conocido y llamado por él fundamenta aquella confianza primigenia sobre la que podemos construir nuestra vida en la fe.
Dios nos conoce, Dios nos ama-
esto da seguridad y un alegre abandono.
Podemos sentirnos agradecidos por ello.

Amén.