Homilía para el Domingo Tercero
del ciclo litúrgico (B)
22 Enero de 2011
Evangelio: Mc 1,14-20
Autor: P. Heribert Graab S.J.
La tesis teológica fundamental y las propuestas de esta homilía se las agradezco a mi compañero y amigo P. Ansgar Wiedenhaus S.J. (“Continuamente poder comenzar de nuevo”), topos-libros de bolsillo.
El evangelista Marcos nos hace el favor de poner al comienzo de su Evangelio el tema fundamental del mensaje de Jesucristo como modelo o también como “título” de todo el texto:
“El tiempo se ha cumplido, el Reino de Dios está cerca. ¡Convertíos y creed el Evangelio!”

Los cuatro elementos de este modelo están estrecha e íntimamente conexionados entre sí.
Con cada uno de los términos se podría poner la totalidad ante la vista.
En esta homilía yo quisiera obtener esta mirada sobre la totalidad mediante el término “conversión”.
Mediante la exhortación a convertirse.

Espontáneamente la mayoría de nosotros unimos a esta exhortación a la conversión una corrección fundamental de nuestra conducta moral-
algo en el sentido de aquel renglón de la canción:
“Escuchad su voz, cambiad vuestra vida;
buscad el bien, desistid del mal.”
Expresado de otra forma:
¡Apartaos del pecado, es decir,
de vuestra culpa moral conocida y reconocida!

Pero seguramente no se puede hablar de una “conversión” fundamental, cuando nosotros tenemos una u otra “buena intención” y poco más, y cuando planeamos en seguida ser “buenas personas”.
Pues –queramos o no– permanecemos integrados en todo lo que hacemos en cualquier caso en el entorno de nuestro pensar y actuar, que está absolutamente marcado por la culpa.
Por eso tampoco se cambia nada por nuestra buena voluntad y buenas acciones.

Una conversión fundamental tendría que ir a las raíces.
Una conversión fundamental tendría que quebrantar el “dominio del pecado”, del que Pablo habla en la Epístola a los Romanos (Rm 3,9ss);
el dominio del pecado, bajo el que nosotros estamos en toda época – incluso cuando sinceramente nos esforzamos por el bien.
Además tendríamos que tener claro
de donde procede este “dominio del pecado”
y lo que a nosotros continuamente nos hace ser culpables.

En este contexto habla la Iglesia de “pecado original”, una idea desgraciadamente muy equívoca.
Pecado como culpa requiere decisión libre y  responsabilidad.
Pero en el pecado original –como una situación de toda la humanidad– nadie es individualmente responsable.
Naturalmente la Iglesia sabe esto y en el transcurso de su historia ha encontrado diferentes modelos de explicación para la conexión entre el pecado de origen y los innumerables pecados individuales.

En tiempos recientes se han producido en la Teología deliberaciones muy interesantes sobre
este tema que, a mi juicio, también son de gran ayuda para la comprensión de la “conversión”.

Recordemos la historia de la caída de Adam y Eva.
Recordemos a la serpiente que desempeña un papel clave en este relato.
Tradicionalmente identificamos a esta serpiente con el demonio.
Pero en el propio relato no se habla de ello.
No se dice que la serpiente sea mala.
Sólo se dice expresamente que es el animal más astuto del jardín del paraíso.
La serpiente sólo hace una pregunta absolutamente comprensible:
¿Por qué Dios no quiere que los seres humanos coman del árbol que está en el centro del jardín?
Y, al mismo tiempo, también da una respuesta comprensible.
Según la idea de la serpiente Dios no quiere que los seres humanos lleguen a ser como Él.
La serpiente se pone a cubierto,
Dios tiene temor de la competencia de los seres humanos.
Dicho con otras palabras. Dios no confía en los seres humanos, Dios no los ama tanto como los seres humanos suponían hasta ahora.

El núcleo de esta declaración despierta un temor existencial:
Si el ser humano no puede creer ya que Dios está de su parte, entonces tiene que vivir “en el temor por sí mismo”, pues tiene que ver
que sin Dios él obtiene justicia.
Confianza, esperanza y amor a Dios se han extinguido a favor de la propia conservación.
Este temor es ciertamente lo que llamamos pecado original.

Porque fe es finalmente un asunto de relación,
nos ayudan mucho las experiencias propias de relaciones interpersonales a comprender mejor aspectos de la relación con Dios.
Así también aquí:
Cuando en el amor de pareja la confianza en el amor del otro está distorsionada,
entonces surgen de esta pérdida de confianza todos los pequeños y grandes problemas contra la relación.

El temor no es moralmente imputable como culpa;
pero si el “temor por sí mismo” controla alguna vez la humanidad como totalidad y a cada persona en particular, entonces los seres humanos arrastran consecuencias que son evaluables moralmente.
Del temor de mí mismo y del temor ante Dios,
que no ama al ser humano,
se genera desobediencia contra Dios,
se genera rebelión contra Dios.
De este temor, que denominamos “pecado original” o “pecado primigenio”, aunque no sea culpable,
surgen todos los pecados, surge la culpa,
por la cual nosotros cargamos con mucha responsabilidad.

Porque la raíz de toda culpa es finalmente el temor, pasa como un hilo rojo a través de toda la Sagrada Escritura la expresión consoladora y, al mismo tiempo, exhortatoria a la conversión:
“¡No temáis!”
La historia bíblica es desde la A hasta la Z una historia de la lucha de Dios contra el temor del ser humano.
Así como Dios en la Creación hace retroceder el caos de las mareas para que la vida fuera posible,
así hace Él también, por ejemplo,
cuando el pueblo de Israel pasa por el Mar Rojo.

En la cuarta oración se dice después:
“Tú has ofrecido continuamente Tu Alianza a los seres humanos y les has enseñado por medio de los profetas a esperar la salvación.”
Pero continuamente triunfa el temor, el temor de Israel a no poder superar a los pueblos de alrededor.
Los profetas, por el contrario, tratan continuamente de la confianza en el Dios amoroso y fiel que sólo puede y podrá proteger a Su pueblo.

Primero en el Nuevo Testamento se hace evidente
el afecto amoroso de Dios tan enorme que el temor humano ha perdido terreno de forma irrevocable:
En Jesucristo vemos al Dios encarnado que se deja ofender, golpear, humillar y finalmente matar en la Cruz y, sin embargo, no cesa de amar al ser humano.
La salvación mediante la muerte de Jesucristo significa poder creer finalmente que Dios nos ama sobre todo.

En un mundo, en el que esta fe y la confianza en el amor de Dios sin condiciones es posible,
por consiguiente, en un mundo que fundamentalmente está salvado del dominio del temor, en un mundo así llega el tiempo a su plenitud, en un mundo así está cerca el Reino de Dios,
el Reino de Su amor a nosotros los seres humanos.
Por consiguiente, en esta situación “convertirse” significa construir la propia vida totalmente sobre una confianza completa en el amor de Dios y deshacerse del temor por mí mismo, por la vida y por el futuro.

En la confianza del amor de Dios nos despedimos del temor por uno mismo – naturalmente no se trata sólo de cada uno de nosotros en particular,
sino más aún de la Iglesia, que también está enredada en mil temores;
además se trata también de nuestra sociedad y de la humanidad en su totalidad.
Seguir el llamamiento de Cristo para ser pescadores de hombres significa hoy capacitar a las personas para una nueva confianzaza en Dios,
para que puedan resistir el temor.

Amén