Ignacio – el
Peregrino
San Ignacio de Loyola,
Óleo sobre lienzo
de Montserrat Gudiol (1991)
Original en la capilla de
Manresa (Barcelona)
El peregrino y la bala de
cañón
Ignacio
de Loyola es el
fundador de la Orden de los jesuitas. En su fiesta, el 31 de Julio de
2001, hemos inaugurado en St. Michael un nuevo cuadro suyo. Que se
convirtiese en un peregrino hay que agradecérselo a un disparo
de cañón.
La
bala de cañón de
Pamplona
El disparo de cañón cayó el 23 de mayo de 1521.
Las tropas francesas habían sitiado la ciudad española de
Pamplona y atravesado la parte inferior de la pierna de un oficial de
treinta años, que intentaba defender la ciudad hasta el final.
El nombre del oficial era Iñigo López de Oñaz y
Loyola, un noble vasco. Con este disparo había saltado por los
aires no sólo la moral de los defensores sino también el
futuro del señor Iñigo de Loyola. La historia sólo
escribió este segundo hecho. Iñigo hasta entonces
sólo tenía el sueño de luchar por el honor de su
rey y de la dama de su corazón. Este sueño quedaba
destruido con una pierna rota. En los meses dolorosos en el lecho del
enfermo se generaron otros sueños, porque en lugar de novelas de
caballería, que hubiera leído con gusto, en la casa
sólo había un libro sobre la “vida de Jesús” y un
grueso libro con biografías de santos. Estos últimos
encadenaron la fantasía del enfermo, de modo que, apenas
restablecido, se puso en camino para realizar hazañas por Dios –
al menos así se lo imaginaba entonces.
Sólo
penosamente y
en un año de soledad en la ciudad catalana de Manresa,
aprendió Iñigo que es algo esencialmente distinto servir
a Dios o a un Rey español. En el fondo aquí la bala de
cañón de Pamplona hizo descarrilar al oficial
Iñigo. El reposo después del disparo trajo la
transformación. Primero aquí, en Manresa, de oficial se
convirtió en un peregrino. Así lo menciona en su
Autobiografía. La meta de realizar hazañas, se convierte
en la meta de “ayudar a las almas”. Ningún Rey español es
ahora su señor, sino Dios, que siempre nos llama a buscar el
mayor servicio y a estar en camino como peregrino hacia el mayor amor.
Planes
contrariados en Jerusalem y
Salamanca
La meta de Iñigo es ahora ir a Jerusalem y allí como
peregrino hacer trabajos sencillos y ejercer la atención a las
almas. Él era un oficial profesional y por ello acostumbrado a
hacer planes y a realizarlos – por lo menos hasta que llega la bala de
cañón. Esta le atrapó de forma similar aún
dos veces. En primer lugar en Jerusalem. Allí fue echado a
patadas sin larga deliberación porque la autoridad eclesial no
tenía ningún deseo de peregrinos pobres como ratas.
Iñigo consideró mala la decisión, pero la
respetó. Cambia su plan y resuelve regresar a España para
estudiar teología. Sólo así, lo reconocía,
tendría la posibilidad de proseguir su sueño. En dos
cosas quería Iñigo mantenerse firme. Por una parte, en
una radical pobreza en el estilo de vida. Por otra parte, en la
práctica de acompañar espiritualmente a otras personas.
Pero nuevamente le fueron contrariados los proyectos. La
Inquisición española no quiso quedarse de brazos cruzados
ante esta práctica. Repetidas veces fue interrogado Iñigo
y también encarcelado. La sentencia rezaba que no podía
ocuparse en la atención a las almas, mientras no hubiera
terminado los estudios.
De nuevo,
Iñigo
modificó su plan y lo cambió hacia París, entonces
el centro de la ciencia, porque sólo allí encontraba la
libertad espiritual para hacerse inatacable a consecuencia de la
cualificación científica por los inquisidores
espiritualmente mediocres. En París se llamó Ignatius,
porque nadie conocía el nombre vasco de “Iñigo”. El
fracaso con la Inquisición de Salamanca y Alcalá
impulsó al vasco y súbdito de la corona española a
París, el centro de la ciencia. De nuevo un fracaso,
debía tener consecuencias.
Ningún
barco desde Venecia
Durante sus
años de
estudio en París, Ignacio logró reunir un círculo
de amigos, que compartían sus ideales. Entre ellos estaba
Francisco Javier (más tarde santo). La primera meta de los siete
“amigos del Señor”, como ellos se denominaban, fue de nuevo
Jerusalem. Pero Ignacio había aprendido de ello. Sabía
que los planes naufragan y que, por este motivo, no servía menos
a Dios porque él reaccionaba ante este fracaso. Por eso los
siete de París concertaron un plan B para el caso de que, en el
plazo de un año, no se lograse llegar a Jerusalem. Esperaron un
año en Venecia. Pero a lo largo del siglo XVI ciertamente este
fue el único año en el que la travesía era
imposible a consecuencia de la guerra con los turcos. Por ello,
entró en vigor el plan B. El grupo de los Siete siguió su
camino hacia Roma para ponerse a disposición del Papa para la
atención a las almas.
Aunque en primer lugar el
plan A y el plan B parecen no armonizar en absoluto, las apariencias
engañan, pues ya el plan de trabajar en Jerusalem deja claro que
estos siete “Amigos del Señor” no querían vivir su ideal
de ningún modo limitado regionalmente, sino que pensaban desde
el centro. De Jerusalem había salido el Evangelio y aquí
buscaban la cercanía del origen. Por ello, era consecuente,
después del fracaso de este plan no permanecer en Venecia, sino
ofrecer la ayuda a aquel que tenía que ver lo universal de la
Iglesia: el Papa de Roma. Este fue el comienzo de la Orden de los
Jesuitas.
Las
balas de cañón
pueden hacer bien
Ignacio había aprendido que los fracasos y las decisiones
equivocadas no son ninguna catástrofe si el responsable tiene la
libertad interior de despedirse de sus planes antiguos, permaneciendo
siempre en camino como peregrino. En los quince años siguientes
dirigió la reciente Orden, que ya en su vida contaba con mil
miembros en muchos países. Pero Ignacio había aprendido
que se debía escuchar las balas de cañón porque
Dios desea conducirnos a sus caminos con frecuencia por medio de lo
imprevisto. Así él daba a menudo a los hombres que
enviaba con una misión, instrucciones minuciosas, de lo que
esperaba de ellos y de lo que tenían que hacer. Incluso sobre el
comportamiento en la mesa se dan instrucciones. Pero después al
final de la carta se dice: Y cuando encontréis las
circunstancias de modo diferente, entonces actuad adecuadamente de
forma diferente.
En tanto que los
jesuitas
tomen en serio esta enseñanza de su fundador, habrán
aprendido algo de su espíritu universal: las balas de
cañón que se nos cruzan en nuestros planes, se
debían tomar en serio. Por otra parte tampoco es posible la
innovación de la Iglesia cuando sobreviene la experiencia
espiritual que Ignacio hizo en el reposo de su lecho de enfermo
después del disparo.
Martin Löwenstein, S.J.
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Oración
de Ignacio de Loyola
Tomad, Señor, y recibid
toda mi libertad, mi memoria, mi
entendimiento y
toda mi voluntad,
todo mi haber y mi poseer;
Vos me lo distes:
a Vos, Señor, lo torno;
todo es vuestro,
disponed a toda vuestra voluntad;
dadme vuestro amor y gracia,
que ésta me basta.
Amen
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